Teología iluminada por el amor a Dios

Catequesis de Benedicto XVI

en la Audiencia General
miércoles 28 de octubre de 2009





Queridos hermanos y hermanas,
hoy me detengo en una interesante página de la historia, relativa al florecimiento de la teología latina en el siglo XII, que tuvo lugar por una serie providencial de coincidencias. En los países de Europa occidental reinaba entonces una relativa paz, que aseguraba a la sociedad desarrollo económico y consolidación de las estructuras políticas, que favorecía una vivaz actividad cultural gracias también a los contactos con Oriente. Dentro de la Iglesia se advertían los beneficios de la vasta acción conocida como “reforma gregoriana”, que, promovida en el siglo anterior, había traído una mayor pureza evangélica a la vida de la comunidad eclesial, sobre todo en el clero, y había restituido a la Iglesia y al Papado una auténtica libertad de acción. Además se iba difundiendo una vasta renovación espiritual, apoyada por el exuberante desarrollo de la vida consagrada: nacían y se expandían nuevas órdenes religiosas, mientras que las ya existentes conocían una recuperación prometedora.

Volvió a florecer también la teología adquiriendo una mayor conciencia de su propia naturaleza: afinó el método, afrontó problemas nuevos, avanzó en la contemplación de los Misterios de Dios, produjo obras fundamentales, inspiró iniciativas importantes en la cultura, desde el arte a la literatura, y preparó las grandes obras del siglo posterior, el siglo de Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoregio. Dos fueron los ambientes en los que se desarrolló esta ferviente actividad teológica: los monasterios y las escuelas ciudadanas, las scholae, algunas de las cuales bien pronto darían vida a las Universidades, que constituyen uno de los típicos “inventos” del Medioevo cristiano. Precisamente a partir de estos dos ambientes, los monasterios y las scholae, se puede hablar de dos diferentes modelos de teología: la “teología monástica” y la “teología escolástica”. Los representantes de la teología monástica eran monjes, en general abades, dotados de sabiduría y de fervor evangélico, dedicados esencialmente a suscitar y alimentar el deseo amoroso de Dios. Los representantes de la teología escolástica eran hombres cultos, apasionados de la investigación; eran magistri deseosos de mostrar la razonabilidad y la fundamentación de los Misterios de Dios y del hombre, creídos con la fe, pero comprendidos también por la razón. La finalidad distinta explica la diferencia de su método y de su forma de hacer teología.

En los monasterios del siglo XII el método teológico estaba ligado principalmente a la explicación de la Sagrada Escritura, de la sacra pagina, para expresarnos como los autores de aquel período; se practicaba especialmente la teología bíblica. Los monjes, por tanto, eran oyentes y lectores devotos de las Sagradas Escrituras, y una de sus principales ocupaciones consistía en la lectio divina, es decir, en la lectura orante de la Biblia. Para ellos la simple lectura del Texto sagrado no bastaba para percibir su sentido profundo, su unidad interior y su mensaje trascendente. Era necesario por tanto practicar una “lectura espiritual”, conducida en docilidad al Espíritu Santo. En la escuela de los Padres, la Biblia era así interpretada alegóricamente, para descubrir en cada página, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, cuanto se dice de Cristo y de su obra de salvación.

El Sínodo de los obispos del año pasado sobre “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia” subrayó la importancia del acercamiento espiritual a las Sagradas Escrituras. Con este objetivo, es útil hacer un tesoro de la teología monástica, una exégesis bíblica ininterrumpida, como también de las obras compuestas por sus representantes, preciosos comentarios ascéticos a los libros de la Biblia. A la preparación literaria la teología monástica unía por tanto la espiritual. Era por tanto consciente de que una lectura puramente teórica y profana no es suficiente: para entrar en el corazón de la Sagrada Escritura, se la debe leer en el espíritu en el que fue escrita y creada. La preparación literaria era necesaria para conocer el significado exacto de las palabras y facilitar la comprensión del texto, afinando la sensibilidad gramatical y filológica. El investigador benedictino del siglo pasado Jean Leclercq tituló así el ensayo con el que presenta las características de la teología monástica: L’amour des lettres et le désir de Dieu (“El amor de las letras y el deseo de Dios”).
En efecto, el el deseo de conocer y de amar a Dios, que nos sale al encuentro a través de su Palabra que hay que acoger, meditar y practicar, conduce a buscar la profundización de los textos bíblicos en todas sus dimensiones. Hay también otra actitud sobre la que insisten aquellos que practican la teología monástica, y es el de una actitud íntima de oración, que debe preceder, acompañar y completar el estudio de la Sagrada Escritura. Dado que, en último análisis, la teología monástica es escucha de la Palabra de Dios, no se puede no purificar el corazón para acogerla y, sobre todo, no se puede no encenderlo de fervor para encontrar al Señor. La teología se convierte por tanto en meditación, oración, canto de alabanza y empuja a una sincera conversión. No pocos representantes de la teología monástica han llegado, por esta vía, a las más altas metas de la experiencia mística, y constituyen una invitación también para nosotros a nutrir nuestra existencia de la Palabra de Dios, por ejemplo, mediante una escucha más atenta de las lecturas y del Evangelio especialmente en la Misa dominical. Es importante además reservar un cierto tiempo cada día a la meditación de la Biblia, para que la Palabra de Dios sea lámpara que ilumina nuestro camino cotidiano en la tierra.

La teología escolástica, en cambio – como decía – se practicaba en las scholae, surgidas junto a las grandes catedrales de la época, para la preparación del clero, o en torno a un maestro de teología y a sus discípulos, para formar profesionales de la cultura, en una época en la que el saber era cada vez más apreciado. En el método de los escolásticos era central la quaestio, es decir, el problema que se pone al lector al afrontar las palabras de la Escritura y de la Tradición. Ante el problema que estos textos autorizados plantean, surgen cuestiones y nace el debate entre el maestro y los estudiantes. En este debate aparecen por una parte los argumentos de la autoridad, y por otra parte, los de la razón y el debate se desarrolla en el sentido de encontrar, al final, una síntesis entre autoridad y razón para llegar a una comprensión más profunda de la Palabra de Dios. Al respecto, san Buenaventura dice que la teología es per additionem (cfr Commentaria in quatuor libros sententiarum, I, proem., q. 1, concl.), es decir, que la teología añade la dimensión de la razón a la Palabra de Dios y así crea una fe más profunda, más personal y por tanto también más concreta en la vida del hombre.
En este sentido, se encontraban diversas soluciones y se formaban conclusiones que comenzaban a construir un sistema de teología. La organización de las quaestiones llevaba a la compilación de síntesis cada vez más extensas, es decir se componían las diversas quaestiones con las respuestas resultantes, creando así una síntesis, las llamadas summae, que eran en realidad amplios tratados teológico-dogmáticos nacidos de la confrontación de la razón humana con la Palabra de Dios. La teología escolástica buscaba presentar la unidad y la armonía de la Revelación cristiana con un método, llamado precisamente “escolástico”, de la escuela, que concede confianza a la razón humana: la gramática y la filología están al servicio del saber teológico, pero lo está aún más la lógica, es decir, esta disciplina que estudia el “funcionamiento” del razonamiento humano, de modo que aparezca claramente la verdad de una proposición. Aún hoy, leyendo las summae escolásticas uno se queda sorprendido por el orden, la claridad, la concatenación lógica de los argumentos y por la profundidad de algunas intuiciones. Con lenguaje técnico, se atribuye a cada palabra un significado preciso y, entre el creer y el comprender, se establecía un movimiento recíproco de clarificación.

Queridos hermanos y hermanas, haciendo eco de la invitación de la Primera Carta de Pedro, la teología escolástica nos anima a estar siempre dispuestos a responder a quien pida razones de la esperanza que está en nosotros (cfr 3,15). Sentir las preguntas como nuestras y ser así capaces también de dar una respuesta. Nos recuerda que entre fe y razón existe una amistad natural, fundada en el mismo orden de la creación. El Siervo de Dios Juan Pablo II, en el incipit de la Encíclica Fides et ratio escribe: "La fe y la razón son como las dos alas, con las que el espíritu humano se alza hacia la contemplación de la verdad”.
La fe está abierta al esfuerzo de la comprensión por parte de la razón; la razón, a su vez, reconoce que la fe no la mortifica, al contrario, la empuja hacia horizontes más amplios y elevados. Se inserta aquí la perenne lección de la teología monástica. Fe y razón, en diálogo recíproco, vibran de alegría cuando ambas están animadas por la búsqueda de la íntima unión con Dios. Cuando el amor vivifica la dimensión orante de la teología, el conocimiento, adquirido por la razón, se engrandece. La verdad se debe buscar con humildad, acogida con estupor y gratitud: en una palabra, el conocimiento crece sólo si se ama la verdad. El amor se convierte en inteligencia y la teología auténtica, sabiduría del corazón, que orienta y sostiene la fe y la vida de los creyentes. Oremos por tanto para que el camino del conocimiento y de la profundización de los Misterios de Dios sea siempre iluminado por el amor divino.

Algunos aspectos de la evangelización

Nota doctrinal de la
Congregación para la Doctrina de la Fe
Acerca de algunos aspectos de la evangelización
3 de diciembre de 2007

I. Introducción

1. Enviado por el Padre para anunciar el Evangelio, Jesucristo invita a todos los hombres a la conversión y a la fe (cf. Mc 1, 14-15), encomendando a los Apóstoles, después de su resurrección, continuar su misión evangelizadora (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15; Lc 24, 4-7; Hch 1, 3): «como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. 17, 18). Mediante la Iglesia, quiere llegar a cada época de la historia, a cada lugar de la tierra y a cada ámbito de la sociedad, quiere llegar hasta cada persona, para que todos sean un solo rebaño con un solo pastor (cf. Jn 10, 16): «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 15-16).Los Apóstoles, entonces, «movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a recibir el bautismo»[1], porque la «Iglesia peregrina es necesaria para la Salvación»[2]. Es el mismo Señor Jesucristo que, presente en su Iglesia, precede la obra de los evangelizadores, la acompaña y sigue, haciendo fructificar el trabajo: lo que acaeció al principio continúa durante todo el curso de la historia.

Al comienzo del tercer milenio, resuena en el mundo la invitación que Pedro, junto con su hermano Andrés y con los primeros discípulos, escuchó de Jesús mismo: «rema mar adentro, y echad vuestras redes para pescar» (Lc 5, 4)[3]. Y después de la pesca milagrosa, el Señor anunció a Pedro que se convertiría en «pescador de hombres» (Lc 5, 10).

2. El término evangelización tiene un significado muy rico[4]. En sentido amplio, resume toda la misión de la Iglesia: toda su vida, en efecto, consiste en realizar la traditio Evangelii, el anuncio y transmisión del Evangelio, que es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16) y que en última instancia se identifica con el mismo Cristo (1 Co 1, 24). Por eso, la evangelización así entendida tiene como destinataria toda la humanidad. En cualquier caso evangelización no significa solamente enseñar una doctrina sino anunciar a Jesucristo con palabras y acciones, o sea, hacerse instrumento de su presencia y actuación en el mundo.«Toda persona tiene derecho a escuchar la “Buena Nueva” de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación»[5]. Es un derecho conferido por el mismo Señor a toda persona humana, por lo cual todos los hombres y mujeres pueden decir junto con San Pablo: Jesucristo «me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20). A este derecho le corresponde el deber de evangelizar: «no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16; cf. Rm 10, 14).

Así se entiende porqué toda actividad de la Iglesia tenga una dimensión esencial evangelizadora y jamás debe ser separada del compromiso de ayudar a todos a encontrar a Cristo en la fe, que es el objetivo primario de la evangelización: «La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco»[6].

3. Hoy en día, sin embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos a desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28, 19). A menudo se piensa que todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar la libertad. Sería lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a las personas a actuar según la conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Además, algunos sostienen que no debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni favorecer la adhesión a la Iglesia, pues sería posible salvarse también sin un conocimiento explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia.Para salir al paso de esta problemática, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha estimado necesario publicar la presente Nota, la cual, presuponiendo toda la doctrina católica sobre la evangelización, ampliamente tratada en el Magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, tiene como finalidad aclarar algunos aspectos de la relación entre el mandato misionero del Señor y el respeto a la conciencia y a la libertad religiosa de todos. Son aspectos con implicaciones antropológicas, eclesiológicas y ecuménicas.

II. Algunas implicaciones

4. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3): Dios concedió a los hombres inteligencia y voluntad para que lo pudieran buscar, conocer y amar libremente. Por eso la libertad humana es un recurso y, a la vez, un reto para el hombre que le presenta Aquel que lo ha creado. Un ofrecimiento a su capacidad de conocer y amar lo que es bueno y verdadero. Nada como la búsqueda del bien y la verdad pone en juego la libertad humana, reclamándole una adhesión tal que implica los aspectos fundamentales de la vida. Este es, particularmente, el caso de la verdad salvífica, que no es solamente objeto del pensamiento sino también acontecimiento que afecta a toda la persona – inteligencia, voluntad, sentimientos, actividades y proyectos – cuando ésta se adhiere a Cristo. En esta búsqueda del bien y la verdad actúa ya el Espíritu Santo, que abre y dispone los corazones para acoger la verdad evangélica, según la conocida afirmación de Santo Tomás de Aquino: «omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est»[7]. Por eso es importante valorar esta acción del Espíritu Santo, que produce afinidad y acerca los corazones a la verdad, ayudando al conocimiento humano a madurar en la sabiduría y en el abandono confiado en lo verdadero[8]. Sin embargo, hoy en día, cada vez más frecuentemente, se pregunta acerca de la legitimidad de proponer a los demás lo que se considera verdadero en sí, para que puedan adherirse a ello. Esto a menudo se considera como un atentado a la libertad del prójimo.

Tal visión de la libertad humana, desvinculada de su inseparable referencia a la verdad, es una de las expresiones «del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión»[9]. En las diferentes formas de agnosticismo y relativismo presentes en el pensamiento contemporáneo, «la legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se sustraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí»[10]. Si el hombre niega su capacidad fundamental de conocer la verdad, si se hace escéptico sobre su facultad de conocer realmente lo que es verdadero, termina por perder lo único que puede atraer su inteligencia y fascinar su corazón.

5. En este sentido, en la búsqueda de la verdad, se engaña quien sólo confía en sus propias fuerzas, sin reconocer la necesidad que cada uno tiene del auxilio de los demás. El hombre «desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean “recuperadas” sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal»[11]. La necesidad de confiar en los conocimientos transmitidos por la propia cultura, o adquiridos por otros, enriquece al hombre ya sea con verdades que no podía conseguir por sí solo, ya sea con las relaciones interpersonales y sociales que desarrolla. El individualismo espiritual, por el contrario, aísla a la persona impidiéndole abrirse con confianza a los demás – y, por lo tanto, recibir y dar en abundancia los bienes que sostienen su libertad – poniendo en peligro incluso el derecho de manifestar socialmente sus propias convicciones y opiniones[12]. En particular, la verdad que es capaz de iluminar el sentido de la propia vida y de guiarla se alcanza también mediante el abandono confiado en aquellos que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma: «La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos»[13].

aceptación de la Revelación que se realiza en la fe, aunque suceda en un nivel más profundo, entra en la dinámica de la búsqueda de la verdad: «Cuando Dios revela hay que prestarle “la obediencia de la fe”, por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asistiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él»[14]. El Concilio Vaticano II, después de haber afirmado el deber y el derecho de todo hombre a buscar la verdad en materia religiosa, añade: «la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, por medio de los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado»[15]. En cualquier caso, la verdad «no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad»[16]. Por lo tanto, estimular honestamente la inteligencia y la libertad de una persona hacia el encuentro con Cristo y su Evangelio no es una intromisión indebida, sino un ofrecimiento legítimo y un servicio que puede hacer más fecunda la relación entre los hombres.

6. La evangelización es, además, una posibilidad de enriquecimiento no sólo para sus destinatarios sino también para quien la realiza y para toda la Iglesia. Por ejemplo, en el proceso de inculturación, «la misma Iglesia universal se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana, […] conoce y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación»[17]. La Iglesia, en efecto, que desde el día de Pentecostés ha manifestado la universalidad de su misión, asume en Cristo las riquezas innumerables de los hombres de todos los tiempos y lugares de la historia humana[18]. Además de su valor antropológico implícito, todo encuentro con una persona o con una cultura concreta puede desvelar potencialidades del Evangelio poco explicitadas precedentemente, que enriquecerán la vida concreta de los cristianos y de la Iglesia. Gracias, también, a este dinamismo, la «Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo»[19]. En efecto, el Espíritu que, después de haber obrado la encarnación de Jesucristo en el vientre virginal de María, vivifica la acción materna de la Iglesia en la evangelización de las culturas. Si bien el Evangelio es independiente de todas las culturas, es capaz de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna[20]. En este sentido, el Espíritu Santo es también el protagonista de la inculturación del Evangelio, es el que precede, en modo fecundo, al diálogo entre la Palabra de Dios, revelada en Jesucristo, y las inquietudes más profundas que brotan de la multiplicidad de los hombres y de las culturas. Así continúa en la historia, en la unidad de una misma y única fe, el acontecimiento de Pentecostés, que se enriquece a través de la diversidad de lenguas y culturas.

7. La actividad por medio de la cual el hombre comunica a otros eventos y verdades significativas desde el punto de vista religioso, favoreciendo su recepción, no solamente está en profunda sintonía con la naturaleza del proceso humano de diálogo, de anuncio y aprendizaje, sino que también responde a otra importante realidad antropológica: es propio del hombre el deseo de hacer que los demás participen de los propios bienes. Acoger la Buena Nueva en la fe empuja de por sí a esa comunicación. La Verdad que salva la vida enciende el corazón de quien la recibe con un amor al prójimo que mueve la libertad a comunicar lo que se ha recibido gratuitamente. Si bien los no cristianos puedan salvarse mediante la gracia que Dios da a través de “caminos que Él sabe”[21], la Iglesia no puede dejar de tener en cuenta que les falta un bien grandísimo en este mundo: conocer el verdadero rostro de Dios y la amistad con Jesucristo, el Dios-con-nosotros. En efecto, «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él»[22]. Para todo hombre es un bien la revelación de las verdades fundamentales[23] sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el mundo; mientras que vivir en la oscuridad, sin la verdad acerca de las últimas cosas, es un mal, que frecuentemente está en el origen de sufrimientos y esclavitudes a veces dramáticas.

Esta es la razón por la que San Pablo no vacila en describir la conversión a la fe cristiana como una liberación «del poder de las tinieblas» y como la entrada «en el Reino del Hijo predilecto, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col 1, 13-14). Por eso, la plena adhesión a Cristo, que es la Verdad, y la incorporación a su Iglesia, no disminuyen la libertad humana, sino que la enaltecen y perfeccionan, en un amor gratuito y enteramente solícito por el bien de todos los hombres. Es un don inestimable vivir en el abrazo universal de los amigos de Dios que brota de la comunión con la carne vivificante de su Hijo, recibir de Él la certeza del perdón de los pecados y vivir en la caridad que nace de la fe. La Iglesia quiere hacer partícipes a todos de estos bienes, para que tengan la plenitud de la verdad y de los medios de salvación, «para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).

8. La evangelización implica también el diálogo sincero que busca comprender las razones y los sentimientos de los otros. Al corazón del hombre, en efecto, no se accede sin gratuidad, caridad y diálogo, de modo que la palabra anunciada no sea solamente proferida sino adecuadamente testimoniada en el corazón de sus destinatarios. Eso exige tener en cuenta las esperanzas y los sufrimientos, las situaciones concretas de los destinatarios. Además, precisamente a través del diálogo, los hombres de buena voluntad abren más libremente el corazón y comparten sinceramente sus experiencias espirituales y religiosas. Ese compartir, característico de la verdadera amistad, es una ocasión valiosa para el testimonio y el anuncio cristiano.Como en todo campo de la actividad humana, también en el diálogo en materia religiosa puede introducirse el pecado. A veces puede suceder que ese diálogo no sea guiado por su finalidad natural, sino que ceda al engaño, a intereses egoístas o a la arrogancia, sin respetar la dignidad y la libertad religiosa de los interlocutores. Por eso «la Iglesia prohíbe severamente que a nadie se obligue, o se induzca o se atraiga por medios indiscretos a abrazar la fe, lo mismo que vindica enérgicamente el derecho a que nadie sea apartado de ella con vejaciones inicuas»[24]. El motivo originario de la evangelización es el amor de Cristo para la salvación eterna de los hombres. Los auténticos evangelizadores desean solamente dar gratuitamente lo que gratuitamente han recibido: «Desde los primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la palabra de Dios»[25]. La misión de los Apóstoles – y su continuación en la misión de la Iglesia antigua – sigue siendo el modelo fundamental de evangelización para todos los tiempos: una misión a menudo marcada por el martirio, como lo demuestra la historia del siglo pasado. Precisamente el martirio da credibilidad a los testigos, que no buscan poder o ganancia sino que entregan la propia vida por Cristo. Manifiestan al mundo la fuerza inerme y llena de amor por los hombres concedida a los que siguen a Cristo hasta la donación total de su existencia. Así, los cristianos, desde los albores del cristianismo hasta nuestros días, han sufrido persecuciones por el Evangelio, como Jesús mismo había anunciado: «a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20).

III. Algunas implicaciones eclesiológicas

9. Desde el día de Pentecostés, quien acoge plenamente la fe es incorporado a la comunidad de los creyentes: «Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil personas» (Hch 2, 41). Desde el comienzo, con la fuerza del Espíritu, el Evangelio ha sido anunciado a todos los hombres, para que crean y lleguen a ser discípulos de Cristo y miembros de su Iglesia. También en la literatura patrística son constantes las exhortaciones a realizar la misión confiada por Jesús a los discípulos[26]. Generalmente se usa el término «conversión» en referencia a la exigencia de conducir a los paganos a la Iglesia. No obstante, la conversión (metanoia), en su significado cristiano, es un cambio de mentalidad y actuación, como expresión de la vida nueva en Cristo proclamada por la fe: es una reforma continua del pensar y obrar orientada a una identificación con Cristo cada más intensa (cf. Gal 2, 20), a la cual están llamados, ante todo, los bautizados. Este es, en primer lugar, el significado de la invitación que Jesús mismo formuló: «convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17).El espíritu cristiano ha estado siempre animado por la pasión de llevar a toda la humanidad a Cristo en la Iglesia. En efecto, la incorporación de nuevos miembros a la Iglesia no es la extensión de un grupo de poder, sino la entrada en la amistad de Cristo, que une el cielo y la tierra, continentes y épocas diferentes. Es la entrada en el don de la comunión con Cristo, que es «vida nueva» animada por la caridad y el compromiso con la justicia. La Iglesia es instrumento – «el germen y el principio»[27] – del Reino de Dios, no es una utopía política. Es ya presencia de Dios en la historia y lleva en sí también el verdadero futuro, el definitivo, en el que Él será «todo en todos» (1 Co 15, 28); una presencia necesaria, pues sólo Dios puede dar al mundo auténtica paz y justicia. El Reino de Dios no es – como algunos sostienen hoy – una realidad genérica que supera todas las experiencias y tradiciones religiosas, a la cual estas deberían tender como hacia una comunión universal e indiferenciada de todos los que buscan a Dios, sino que es, ante todo, una persona, que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible[28]. Por eso, cualquier movimiento libre del corazón humano hacia Dios y hacia su Reino conduce, por su propia naturaleza, a Cristo y se orienta a la incorporación en su Iglesia, que es signo eficaz de ese Reino. La Iglesia es, por lo tanto, medio de la presencia de Dios y por eso, instrumento de una verdadera humanización del hombre y del mundo. La extensión de la Iglesia a lo largo de la historia, que constituye la finalidad de la misión, es un servicio a la presencia de Dios mediante su Reino: en efecto, «el Reino no puede ser separado de la Iglesia»[29]

10. Hoy, sin embargo, «el perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio)»[30]. Desde hace mucho tiempo se ha ido creando una situación en la cual, para muchos fieles, no está clara la razón de ser de la evangelización[31]. Hasta se llega a afirmar que la pretensión de haber recibido como don la plenitud de la Revelación de Dios, esconde una actitud de intolerancia y un peligro para la paz. Quién así razona, ignora que la plenitud del don de la verdad que Dios hace al hombre al revelarse a él, respeta la libertad que Él mismo ha creado como rasgo indeleble de la naturaleza humana: una libertad que no es indiferencia, sino tendencia al bien. Ese respeto es una exigencia de la misma fe católica y de la caridad de Cristo, un elemento constitutivo de la evangelización y, por lo tanto, un bien que hay que promover sin separarlo del compromiso de hacer que sea conocida y aceptada libremente la plenitud de la salvación que Dios ofrece al hombre en la Iglesia.El respeto a la libertad religiosa[32] y su promoción «en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva»[33]. Ese amor es el sello precioso del Espíritu Santo que, como protagonista de la evangelización[34], no cesa de mover los corazones al anuncio del Evangelio, abriéndolos para que lo reciban. Un amor que vive en el corazón de la Iglesia y que de allí se irradia hasta los confines de la tierra, hasta el corazón de cada hombre. Todo el corazón del hombre, en efecto, espera encontrar a Jesucristo.Se entiende, así, la urgencia de la invitación de Cristo a evangelizar y porqué la misión, confiada por el Señor a los Apóstoles, concierne a todos los bautizados. Las palabras de Jesús, «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20), interpelan a todos en la Iglesia, a cada uno según su propia vocación. Y, en el momento presente, ante tantas personas que viven en diferentes formas de desierto, sobre todo en el «desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre»[35], el Papa Benedicto XVI ha recordado al mundo que «la Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[36]. Este compromiso apostólico es un deber y también un derecho irrenunciable, expresión propia de la libertad religiosa, que tiene sus correspondientes dimensiones ético-sociales y ético-políticas[37]. Un derecho que, lamentablemente, en algunas partes del mundo aún no se reconoce legalmente y en otras, de hecho, no se respeta[38].

11. El que anuncia el Evangelio participa de la caridad de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ef 5, 2), es su emisario y suplica en nombre de Cristo: ¡reconciliaos con Dios! (2 Co 5, 20). Una caridad que es expresión de la gratitud que se difunde desde el corazón humano cuando se abre al amor entregado por Jesucristo, aquel Amor «que en el mundo se expande»[39]. Esto explica el ardor, confianza y libertad de palabra (parrhesia) que se manifestaba en la predicación de los Apóstoles (cf. Hch 4, 31; 9, 27-28; 26, 26, etc.) y que el rey Agripa experimentó escuchando a Pablo: «Por poco, con tus argumentos, haces de mí un cristiano» (Hch 26, 28). La evangelización no se realiza sólo a través de la predicación pública del Evangelio, ni se realiza únicamente a través de actuaciones públicas relevantes, sino también por medio del testimonio personal, que es un camino de gran eficacia evangelizadora. En efecto, «además de la proclamación, que podríamos llamar colectiva, del Evangelio, conserva toda su validez e importancia esa otra transmisión de persona a persona. El Señor la ha practicado frecuentemente —como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con Nicodemo, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo— y lo mismo han hecho los Apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa forma de anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de otro hombre»[40]. En cualquier caso, hay que recordar que en la transmisión del Evangelio la palabra y el testimonio de vida van unidos[41]; para que la luz de la verdad llegue a todos los hombres, se necesita, ante todo, el testimonio de la santidad. Si la palabra es desmentida por la conducta, difícilmente será acogida. Pero tampoco basta solamente el testimonio, porque «incluso el testimonio más hermoso se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado –lo que Pedro llamaba dar “razón de vuestra esperanza” (1 Pe. 3, 15)–, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús»[42]. IV. Algunas implicaciones ecuménicas 12. Desde sus inicios, el movimiento ecuménico ha estado íntimamente vinculado con la evangelización.

La unidad es, en efecto, el sello de la credibilidad de la misión y el Concilio Vaticano II ha relevado con pesar que el escándalo de la división «es obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio por todo el mundo»[43]. Jesús mismo, en la víspera de su Pasión oró: «para que todos sean uno… para que el mundo crea» (Jn 17, 21).La misión de la Iglesia es universal y no se limita a determinadas regiones de la tierra. La evangelización, sin embargo, se realiza en forma diversa, de acuerdo a las diferentes situaciones en las cuales tiene lugar. En sentido estricto se habla de «missio ad gentes» dirigida a los que no conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de «evangelización», para referirse al aspecto ordinario de la pastoral, y de «nueva evangelización» en relación a los que han abandonado la vida cristiana[44]. Además, se evangeliza en países donde viven cristianos no católicos, sobre todo en países de tradición y cultura cristiana antiguas. Aquí se requiere un verdadero respeto por sus tradiciones y riquezas espirituales, al igual que un sincero espíritu de cooperación. «Excluido todo indiferentismo y confusionismo así como la emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del Decreto sobre el Ecumenismo, en la común profesión de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las naciones – en cuanto sea posible – mediante la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y religiosos»[45]. En el compromiso ecuménico se pueden distinguir varias dimensiones: ante todo la escucha, como condición fundamental para todo diálogo; después, la discusión teológica, en la cual, tratando de entender las confesiones, tradiciones y convicciones de los demás, se puede encontrar la concordia, escondida a veces en la discordia. Inseparable de todo esto, no puede faltar otra dimensión esencial del compromiso ecuménico: el testimonio y el anuncio de los elementos que no son tradiciones particulares o matices teológicos sino que pertenecen a la Tradición de la fe misma.Pero el ecumenismo no tiene solamente una dimensión institucional que apunta a «hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad»[46]: es tarea de cada fiel, ante todo, mediante la oración, la penitencia, el estudio y la colaboración. Dondequiera y siempre, todo fiel católico tiene el derecho y el deber de testimoniar y anunciar plenamente su propia fe. Con los cristianos no católicos, el católico debe establecer un diálogo que respete la caridad y la verdad: un diálogo que no es solamente un intercambio de ideas sino también de dones[47], para poderles ofrecer la plenitud de los medios de salvación[48]. Así somos conducidos a una conversión a Cristo cada vez más profunda.En este sentido se recuerda que si un cristiano no católico, por razones de conciencia y convencido de la verdad católica, pide entrar en la plena comunión con la Iglesia Católica, esto ha de ser respetado como obra del Espíritu Santo y como expresión de la libertad de conciencia y religión. En tal caso no se trata de proselitismo, en el sentido negativo atribuido a este término[49]. Como ha reconocido explícitamente el Decreto sobre el Ecumenismo de Concilio Vaticano II, «es manifiesto, sin embargo, que la obra de preparación y reconciliación individuales de los que desean la plena comunión católica se diferencia, por su naturaleza, de la empresa ecuménica, pero no encierra oposición alguna, ya que ambos proceden del admirable designio de Dios»[50]. Por lo tanto, esa iniciativa no priva del derecho ni exime de la responsabilidad de anunciar en plenitud la fe católica a los demás cristianos, que libremente acepten acogerla.Esta perspectiva requiere naturalmente evitar cualquier presión indebida: «en la difusión de la fe religiosa, y en la introducción de costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas»[51]. El testimonio de la verdad no puede tener la intención de imponer nada por la fuerza, ni por medio de acciones coercitivas, ni con artificios contrarios al Evangelio. El mismo ejercicio de la caridad es gratuito[52]. El amor y el testimonio de la verdad se ordenan a convencer, ante todo, con la fuerza de la Palabra de Dios (cf. 1 Co 2, 3-5; 1 Ts 2, 3-5)[53]. La misión cristiana está radicada en la potencia del Espíritu Santo y de la misma verdad proclamada.

V. Conclusión

13. La acción evangelizadora de la Iglesia nunca desfallecerá, porque nunca le faltará la presencia del Señor Jesús con la fuerza del Espíritu Santo, según su misma promesa: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Los relativismos de hoy en día y los irenismos en ámbito religioso no son un motivo válido para desatender este compromiso arduo y, al mismo tiempo, fascinante, que pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia y es «su tarea principal»[54]. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): lo testimonia la vida de un gran número de fieles que, movidos por el amor de Cristo han emprendido, a lo largo de la historia, iniciativas y obras de todo tipo para anunciar el Evangelio a todo el mundo y en todos los ámbitos de la sociedad, como advertencia e invitación perenne a cada generación cristiana para que cumpla con generosidad el mandato del Señor. Por eso, como recuerda el Papa Benedicto XVI, «el anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano, por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se manifestó plenamente en el único Redentor del mundo, Jesucristo»[55]. El amor que viene de Dios nos une a Él y «nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo en todos” (cf. 1 Co 15, 28)»[56].

El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en la Audiencia del día 6 de octubre de 2007, concedida al Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha aprobado la presente Nota, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 3 de diciembre de 2007, memoria litúrgica de san Francisco Javier, Patrón de la Misiones.

William Cardenal LEVADA
Prefecto
Angelo AMATO, S.D.B.
Arzobispo titular de Sila Secretario

Notas
[1] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio (7 de diciembre de1990), n. 47: AAS 83 (1991), 293.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 14; cf. Decreto Ad gentes, n. 7; Decreto Unitatis redintegratio, n. 3. Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2, 4); por eso «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación» (Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 9: AAS 83 [1991], 258).
[3] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001, n. 1: AAS 93 (2001), 266.
[4] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de1975), n. 24: AAS 69 (1976), 22.
[5] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 46: AAS 83 (1991), 293; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, nn. 53 y 80: AAS 69 (1976), 41-42, 73-74.
[6] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa en la explanada de la Nueva Feria de Munich (10 de septiembre de 2006): AAS 98 (2006), 710.
[7] «Toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiæ, I-II, q. 109, a. 1, ad 1).
[8] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), n. 44: AAS 91 (1999), 40.
[9] Benedicto XVI, Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la Diócesis de Roma (6 de junio de 2005): AAS 97 (2005), 816.
[10] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, n. 5: AAS 91 (1999), 9-10.
[11] Ibidem, n. 31: AAS91 (1999), 29; cf. Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 12.
[12] Este derecho ha sido reconocido y afirmado también en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre del 1948 (aa. 18-19).
[13] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, n.33: AAS 91 (1999), 31.
[14] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 5.
[15] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 3.
[16] Ibidem, n. 1.
[17] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Missio, n.52: AAS 83 (1991), 3000.
[18] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Slavorum Apostoli (2 de junio de 1985), n.18: AAS 77 (1985), 800.
[19] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 8.
[20] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 19-20: AAS 69 (1976), 18-19.
[21] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 7; cf. Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 16; Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 22.
[22] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa del solemne inicio del ministerio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97 (2005), 711.
[23] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución Dogmática Dei Filius, n. 2: «Es, ciertamente, gracias a esta revelación divina que aquello que en lo divino no está por sí mismo más allá del alcance de la razón humana, puede ser conocido por todos, incluso en el estado actual del género humano, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 1, 1)» (DH 3005).
[24] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 13.
[25] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 11.
[26] Cf. por ejemplo, Clemente de Alejandría, Protreptico IX, 87, 3-4 (Sources chrétiennes, 2, 154); Aurelio Agustín, Sermo 14, D [=352 A], 3 (Nuova Biblioteca Agostiniana XXXV/1, 269-271).
[27] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 5.
[28] Cf. Sobre este tema ver también Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266: «Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino —que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico— como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Co l5, 27)»
[29] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266. Acerca de la relación entre la Iglesia y el Reino, cf. también Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, nn. 18-19: AAS 92 (2000), 759-761.
[30] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, n. 4: AAS 92 (2000), 744.
[31] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 80: AAS 69 (1976) 73: «… ¿para qué anunciar el Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de "semillas del Verbo". ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido?».
[32] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (22 de diciembre de 2005): AAS 98 (2006), 50: «… si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción».
[33] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 28; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 24: AAS 69 (1976), 21-22.
[34] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 21-30: AAS 83 (1091), 268-276.
[35] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa del solemne inicio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97 (2005), 710.
[36] Ibidem.
[37] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 6.
[38] En efecto, allí donde se reconoce el derecho a la libertad religiosa, por lo general también se reconoce el derecho que tiene todo hombre de participar a los demás sus propias convicciones, en pleno respeto de la conciencia, para favorecer el ingreso de los demás en la propia comunidad religiosa de pertenencia, como es sancionado por numerosas ordenanzas jurídicas actuales y por una difusa jurisprudencia.
[39] «che per l’universo si squaderna» (Dante Alighieri, La Divina Comedia, Paraíso, XXXIII, 87).
[40] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 46: AAS 69 (1976), 36.
[41] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 35.
[42] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 22: AAS 69 (1976), 20.
[43] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 1; cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, nn. 1, 50; AAS83 (1991), 249, 297.
[44] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 30s.
[45] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 15.
[46] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint ( 25 de mayo de 1995), n. 14: AAS 87 (1995), 929.
[47] Cf. Ibidem, n. 28: AAS 87 (1995), 929.
[48] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, nn. 3, 5.
[49] Originalmente el término «proselitismo» nace en ámbito hebreo, donde «prosélito» indicaba aquella persona que, proviniendo de las «gentes», había pasado a formar parte del «pueblo elegido». Así también, en ámbito cristiano, el término proselitismo se ha usado frecuentemente como sinónimo de actividad misionera. Recientemente el término ha adquirido una connotación negativa, como publicidad a favor de la propia religión con medios y motivos contrarios al espíritu del Evangelio y que no salvaguardan la libertad y dignidad de la persona. En ese sentido, se entiende el término «proselitismo», en el contexto del movimiento ecuménico: cf. The joint Working Group between the Catholic Church and the World Council of Churches, “The Challenge of Proselytism and the Calling to Common Witness” (1995).
[50] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 4.
[51] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 4.
[52] Cf. Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 31 c: AAS 98 (2996), 245.
[53] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n.11.
[54] Benedicto XVI, Homilía durante la visita a la Basílica de San Pablo extramuros (25 de abril de 2005): AAS 97 (2005), 745.
[55] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso organizado por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos con motivo del 40° aniversario del Decreto conciliar «Ad Gentes», (11 de marzo de 2006): AAS 98 (2006), 334. .
[56] Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 18: AAS 98 (2996), 232.

Esperanza de Salvación para los niños que mueren sin Bautismo

Card. William Levada
Congregación para la Doctrina de la Fe

Para preparar este estudio se formó una Subcomisión formada por los Exmos. Mons. Ignazio Sanna y Mons. Basil Kyu-Man Cho, de los Rdos. Profesores Peter Damian Akpunonu, Adelbert Denaux, P. Gilles Emery O.P., Mons. Ricardo Ferrara, István Ivancsó, Paul McPartlan, Dominic Veliath S.D.B. (presidente de la Subcomisión) y de la profesora Sr. Sara Butler , con la colaboración del P. Luis Ladaria S.I., secretario general, y de Mons. Guido Pozzo, secretario adjunto de la misma Comisión Teológica, y con las contribuciones de los otros miembros. La discusión general tuvo lugar con ocasión de las sesiones plenarias de la CTI celebradas en Roma en diciembre de 2005 y en octubre de 2006.
El texto presente fue aprobado en forma específica por la Comisión y fue sometido a su presidente, el Cardenal William J. Levada, el cual, una vez recibido el consenso del Santo Padre en la audiencia concedida el 19 de enero de 2007, ha autorizado su publicación.
El tema del destino de los niños que mueren sin haber recibido el Bautismo ha sido afrontado teniendo en cuenta el principio de la jerarquía de las verdades, en el contexto del designio salvador universal de Dios, de la unicidad y el carácter insuperable de la mediación de Cristo, de la sacramentalidad de la Iglesia en orden a la salvación y de la realidad del pecado original. En la situación actual de relativismo cultural y de pluralismo religioso, el número de niños no bautizados aumenta de manera considerable. En esta situación se hace más urgente la reflexión sobre la posibilidad de salvación para estos niños. La Iglesia es consciente de que esta salvación se puede alcanzar únicamente en Cristo por medio del Espíritu. Pero no puede renunciar a reflexionar, en cuanto madre y maestra, acerca del destino de todos los seres humanos creados a imagen de Dios y, de manera particular, de los más débiles y de aquellos que todavía no tienen el uso de la razón y de la libertad.

Es sabido que la enseñanza tradicional recurría a la teoría del limbo, entendido como un estado en el que las almas de los niños que mueren sin bautismo no merecen el premio de la visión beatífica, a causa del pecado original, pero no sufren ningún castigo, ya que no han cometido pecados personales. Esta teoría, elaborada por los teólogos a partir de la Edad Media, nunca ha entrado en las definiciones dogmáticas del Magisterio, aunque el mismo Magisterio la ha mencionado en su enseñanza hasta el concilio Vaticano II. Sigue siendo por tanto una hipótesis teológica posible. No obstante, en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) la teoría del limbo no se menciona; se enseña por el contrario que, en cuanto a los niños muertos sin el bautismo, la Iglesia no puede más que confiarlos a la misericordia de Dios, como se hace precisamente en el ritual de las exequias previsto específicamente para ellos. El principio según el cual Dios quiere la salvación de todos los seres humanos permite esperar que haya una vía de salvación para los niños muertos sin bautismo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1261). Esta afirmación invita a la reflexión teológica a encontrar una conexión lógica y coherente entre diversos enunciados de la fe católica: la voluntad salvífica universal de Dios / la unicidad de la mediación de Cristo / la necesidad del bautismo para la salvación / la acción universal de la gracia en relación con los sacramentos / la ligazón entre pecado original y privación de la visión beatífica / la creación del ser humano «en Cristo».

La conclusión del estudio es que hay razones teológicas y litúrgicas para motivar la esperanza de que los niños muertos sin Bautismo puedan ser salvados e introducidos en la felicidad eterna, aunque no haya una enseñanza explícita de la Revelación sobre este problema. Ninguna de las consideraciones que el texto propone para motivar una nueva aproximación a la cuestión puede ser utilizada para negar la necesidad del bautismo ni para retrasar su administración. Más bien hay razones para esperar que Dios salvará a estos niños ya que no se ha podido hacer por ellos lo que se hubiera deseado hacer, es decir, bautizarlos en la fe de la Iglesia e insertarlos visiblemente en el Cuerpo de Cristo. Para terminar, una observación de carácter metodológico. El tratamiento de este tema se justifica dentro del desarrollo de la historia de la inteligencia de la fe de la que habla la constitución Dei Verbum (n. 8), y cuyos factores son la reflexión y el estudio de los creyentes, la experiencia de las cosas espirituales y la predicación del Magisterio. Cuando en la historia del pensamiento cristiano se ha comenzado a suscitar la pregunta sobre la suerte de los niños muertos sin bautismo tal vez no se conocía exactamente la naturaleza y todo el alcance doctrinal implícito en esta cuestión. Solamente en el desarrollo histórico y teológico que ha tenido lugar en el curso de los siglos y hasta el concilio Vaticano II se ha caído en la cuenta de que esta pregunta específica debía ser considerada en un horizonte cada vez más amplio de las doctrinas de fe, y que el problema puede ser repensado poniendo en relación explícita el punto en cuestión con el contexto global de la fe católica y observando el principio de la jerarquía de las verdades mencionado en el decreto Unitatis redintegratio del concilio Vaticano II. El documento, tanto desde el punto de vista teológico-especulativo como práctico-pastoral, constituye un instrumento explicativo, útil y eficaz para la comprensión y la profundización de esta problemática, que no es solamente doctrinal, sino que va al encuentro de urgencias pastorales de no poca relevancia.

Introducción

1. San Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre preparados para dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 Pe 3,15-16)[1]. Este documento trata del tema de la esperanza que los cristianos pueden tener acerca de la salvación de los niños que mueren sin haber recibido el Bautismo. Explica cómo se ha desarrollado esta esperanza en los últimos decenios y en qué base se apoya, de tal manera que se pueda dar razón de ella. Aunque a primera vista este tema puede parecer marginal respecto a otras preocupaciones teológicas, cuestiones muy profundas y complejas se encuentran implicadas en el desarrollo del mismo; urgentes necesidades pastorales hacen necesaria esta explicación.

2. En nuestros tiempos crece sensiblemente el número de niños que mueren sin haber sido bautizados. En parte porque los padres, influenciados por el relativismo cultural y por el pluralismo religioso, no son practicantes, en parte también como consecuencia de la fertilización in vitro y del aborto. A causa de estos fenómenos el interrogante acerca del destino de estos niños se plantea con nueva urgencia. En una situación como ésta las vías a través de las cuales se puede alcanzar la salvación aparecen más complejas y problemáticas. La Iglesia, que custodia fielmente los caminos de la salvación, sabe que ésta sólo se puede alcanzar en Cristo mediante el Espíritu Santo. Pero en cuanto madre y maestra no puede renunciar a reflexionar sobre la suerte de todos los seres humanos, creados a imagen de Dios[2], en particular de los más débiles. Los adultos, dotados de razón, conciencia y libertad, son responsables de su propio destino en cuanto aceptan o rechazan la gracia de Dios. Pero los niños, que no tienen todavía el uso de la razón, la conciencia y la libertad, no pueden decidir por sí mismos. Los padres experimentan un gran dolor y sentimientos de culpa cuando no tienen la certeza moral de la salvación de sus hijos, y las personas encuentran cada vez más difícil aceptar que Dios sea justo y misericordioso si excluye a los niños, que no han pecado personalmente, de la salvación eterna, sean cristianos o no. Desde un punto de vista teológico, el desarrollo de una teología de la esperanza y de una eclesiología de la comunión, juntamente con el reconocimiento de la grandeza de la misericordia de Dios, cuestionan una interpretación excesivamente restrictiva de la salvación. De hecho la voluntad salvífica universal de Dios y la mediación de Cristo, igualmente universal, hacen que se juzgue inadecuada cualquier concepción teológica que en último término ponga en duda la omnipotencia de Dios y, en especial, su misericordia.

3. La teoría del limbo, a la que ha recurrido la Iglesia durante muchos siglos para hablar de la suerte de los niños que mueren sin Bautismo, no encuentra ningún fundamento explícito en la revelación, aunque haya entrado desde hace mucho tiempo en la enseñanza teológica tradicional. Además, la idea de que los niños que mueren sin bautismo se encuentren privados de la visión beatífica, idea que ha sido considerada durante tanto tiempo doctrina común de la Iglesia, suscita numerosos problemas pastorales, hasta tal punto que muchos pastores de almas han pedido una reflexión más profunda sobre los caminos de la salvación. La reconsideración necesaria de estas cuestiones teológicas no puede ignorar las consecuencias trágicas del pecado original. El pecado original comporta un estado de separación de Cristo que excluye la posibilidad de la visión de Dios para aquellos que mueren en este estado.

4. Reflexionando sobre el tema del destino de los niños que mueren sin bautismo, la comunidad eclesial debe tener presente el hecho de que Dios, propiamente, es más el sujeto que el objeto de la teología. La primera tarea de la teología es por tanto la escucha de la palabra de Dios. La teología escucha la palabra de Dios, contenida en la Escritura, para comunicarla con amor a todos los hombres. No obstante, acerca de la salvación de los que mueren sin Bautismo, la palabra de Dios dice muy poco o nada. Es necesario por tanto interpretar el silencio de la Escritura sobre este tema a la luz de los textos que tratan del designio universal de salvación y de los caminos de la misma. En resumen, el problema, tanto para la teología como para la pastoral, es cómo salvaguardar y armonizar dos grupos de afirmaciones bíblicas: las que se refieren a la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1 Tm 2,4), y las que conciernen a la necesidad del Bautismo como la vía para ser liberados del pecado y conformados con Cristo (cf. Mc 16,16; Mt 28,18-19).

5. En segundo lugar, teniendo presente el principio lex orandi, lex credendi, la comunidad cristiana tiene en cuenta que no hay ninguna mención del limbo en la liturgia. Ésta comprende la fiesta de los Santos Inocentes, venerados como mártires, aunque no habían sido bautizados, porque fueron muertos «por Cristo»[3]. Ha habido un importante desarrollo litúrgico con la introducción de los funerales por los niños muertos sin bautismo. No rezamos por los condenados. El Misal Romano de 1970 introdujo una misa funeral por los niños no bautizados cuyos padres deseaban presentarlos para el Bautismo. La Iglesia confía a la misericordia de Dios a los niños que mueren sin Bautismo. En la Instrucción sobre el Bautismo de los niños de 1980 la Congregación para la Doctrina de la Fe ha reafirmado que «en cuanto a los niños muertos sin Bautismo la Iglesia sólo los puede confiar a la misericordia de Dios, como hace en el rito de los funerales por ellos»[4]. El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) añade que «la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (1 Tm 2,4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: “Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis ” (Mc 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños muertos sin Bautismo»[5].

6. En tercer lugar, la Iglesia no puede dejar de estimular la esperanza de la salvación para los niños muertos sin Bautismo por el hecho que ella «ruega para que nadie se pierda»[6], y ruega en la esperanza de que «todos los hombres se salven»[7]. A la luz de una antropología de la solidaridad[8], reforzada por una comprensión eclesial de la personalidad corporativa, la Iglesia reconoce la ayuda que puede dar la fe de los creyentes. El evangelio de Marcos narra precisamente un episodio en el que la fe de algunos ha sido eficaz para la salvación de otra persona (cf. Mc 2,5). Aun siendo bien consciente de que el medio normal para alcanzar la salvación en Cristo es el Bautismo in re, la Iglesia espera que existan otras vías para conseguir el mismo fin. Puesto que, por su encarnación, el Hijo de Dios «se ha unido en un cierto modo» a todo ser humano, y puesto que Cristo ha muerto por todos y «la vocación última del hombre es efectivamente una sola, la divina», la Iglesia sostiene que «el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de ser asociados, del modo que Dios conoce, al misterio pascual[9]» (Gaudium et spes 22).

7. Finalmente, al reflexionar teológicamente sobre la salvación de los niños que mueren sin Bautismo, la Iglesia respeta la jerarquía de las verdades y por tanto empieza por reafirmar claramente el primado de Cristo y de su gracia, que tiene prioridad sobre Adán y el pecado. Cristo, en su existencia por nosotros y en el poder redentor de su sacrificio, ha muerto y resucitado por todos. Con toda su vida y su enseñanza ha revelado la paternidad de Dios y su amor universal. Si la necesidad del bautismo es de fide, la tradición y los documentos del Magisterio que han reafirmado esta necesidad tienen que ser interpretados. Es verdad que la voluntad salvífica universal de Dios no se opone a la necesidad del bautismo, pero también es verdad que los niños no oponen ningún obstáculo personal a la acción de la gracia redentora. Por otra parte el bautismo se administra a los niños, que están libres de pecados personales, no sólo para liberarlos del pecado original, sino también para insertarlos en la comunión de salvación que es la Iglesia, por medio de la comunión en la muerte y resurrección de Cristo (cf. Rom 6,1-7). La gracia es totalmente gratuita en cuanto es siempre puro don de Dios. La condenación, por el contrario, es merecida, porque es la consecuencia de la libre elección humana[10]. El niño que muere después de haber sido bautizado es salvado por la gracia de Cristo mediante la intercesión de la Iglesia, incluso sin su cooperación. Nos podemos preguntar si el niño que muere sin Bautismo, pero por el cual la Iglesia expresa en su oración el deseo de salvación, puede ser privado de la visión de Dios sin su cooperación. 1. «Historia quaestionis»Historia y hermenéutica de la enseñanza católica

1.1 Fundamentos bíblicos

8. Una investigación teológica rigurosa debe partir de un estudio de los fundamentos bíblicos de cualquier doctrina o praxis eclesial. Por consiguiente, por lo que se refiere a nuestro tema, nos tenemos que preguntar si la Sagrada Escritura trata de un modo u otro la cuestión del destino de los niños no bautizados. Una mirada rápida al Nuevo Testamento pone de manifiesto que las primeras comunidades cristianas todavía no se confrontaron con la cuestión de si los niños que habían muerto sin Bautismo podían recibir la salvación de Dios. Cuando en el Nuevo Testamento se menciona la praxis del Bautismo en general se hace referencia al bautismo de los adultos. Pero los datos del Nuevo Testamento no excluyen la posibilidad de que también los niños fueran bautizados. Cuando en los Hechos de los Apóstoles 16,15 y 33 (cf. 18,8) y en 1 Cor 1,16 se habla de familias (oikos) que reciben el Bautismo, es posible que los niños hayan sido bautizados juntamente con los adultos. La ausencia de referencias explícitas se puede explicar por el hecho de que los escritos del Nuevo Testamento se preocupan sobre todo de la difusión inicial del cristianismo en el mundo.

9. La ausencia de una enseñanza explícita en el Nuevo Testamento sobre el destino de los niños no bautizados no significa que la discusión teológica acerca de esta cuestión no esté basada en diversas doctrinas bíblicas fundamentales. Entre éstas se incluyen: (I) La voluntad de Dios de salvar a todos (cf. Gn 3,15; 22,18; 1 Tm 2,3-6), mediante la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte (cf. Ef 1,20-22; Flp 2,7-11; Rom 14,9; 1 Cor 15,20-28). (II) La pecaminosidad universal de los seres humanos (cf. Gn 6,5-6; 8,21; 1 Re 8,46; Sal 130,3), y el hecho de que desde Adán han nacido en el pecado (cf. Sal 51,7; Sir 25,24) y que por tanto están destinados a la muerte (cf. Rom 5,12; 1 Cor 15,22). (III) La necesidad para la salvación, por una parte, de la fe del creyente (cf. Rom 1,16), y, por otra, del Bautismo (cf. Mc 16,16; Mt 28,19; Hch 2,40-41; 16,30-33), y de la Eucaristía (cf. Jn 6,53) administrados por la Iglesia. (IV) La esperanza cristiana supera completamente la esperanza humana (cf. Rom 4,18-21); la esperanza cristiana es que el Dios vivo, el Salvador de toda la humanidad (cf. 1 Tm 4,10) hará a todos partícipes de su gloria y que todos vivirán con Cristo (cf. 1 Tes 5,9-11; Rom 8,2-5.23.25); los cristianos deben estar siempre dispuestos a dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 Pe 3,15). (V) La Iglesia tiene que hacer «plegarias, oraciones y súplicas… por todos» (1 Tm 2,1-8), fundada en la fe en que para la potencia creadora de Dios «nada es imposible» (Job 42,2; Mc 10,27; 12,24.27; Lc 1,37), y en la esperanza de que la creación entera participará finalmente en la gloria de Dios (cf. Rom 8,22-27).

10. Parece que existe una tensión entre dos de las doctrinas bíblicas que acabamos de mencionar: la voluntad salvífica universal de Dios por una parte, y la necesidad del Bautismo sacramental por otra. Esta última parece limitar la extensión de la voluntad salvífica universal de Dios. Se hace por tanto necesaria una reflexión hermenéutica acerca de cómo los testimonios de la Tradición (los Padres de la Iglesia, el Magisterio, los teólogos) han leído y utilizado los textos y las doctrinas de la Biblia que se refieren al tema que aquí se trata. Más específicamente, es necesario aclarar de qué tipo es la «necesidad» del sacramento del bautismo para evitar interpretaciones erradas. La necesidad del bautismo sacramental es una necesidad de segundo orden respecto a la necesidad absoluta de la acción salvadora de Dios por medio de Jesucristo para la salvación definitiva de todo ser humano. El Bautismo sacramental es necesario, porque es el medio ordinario mediante el cual una persona participa de los efectos benéficos de la muerte y resurrección de Jesús. A continuación observaremos con atención cómo los testimonios de la Escritura han sido usados en la tradición. Además, al tratar los principios teológicos (capítulo 2) y nuestras razones para la esperanza (capítulo 3), analizaremos detalladamente las doctrinas bíblicas y los textos correspondientes.

1.2 Los Padres griegos

11. Muy pocos Padres griegos han tratado del destino de los niños que mueren sin Bautismo, puesto que en Oriente no había controversia alguna acerca de esta cuestión. Tenían además una visión distinta de la condición presente de la humanidad. Para los Padres griegos, como consecuencia del pecado de Adán, los seres humanos han heredado la corrupción, la pasibilidad y la muerte, de las cuales podían ser liberados por un proceso de divinización hecho posible por la obra redentora de Cristo. La idea de una herencia del pecado o de la culpa, común en la tradición occidental, era extraña a esa perspectiva pues, según su concepción, el pecado podía ser sólo un acto libre y personal[11]. Por ello no son muchos los Padres griegos que tratan explícitamente del problema de la salvación de los niños no bautizados. Pero no obstante se han referido al estado o situación –pero no al lugar– de estos niños después de la muerte. Desde este punto de vista, el problema principal al que se enfrentan es la tensión entre la voluntad salvífica universal de Dios y la enseñanza del evangelio sobre la necesidad del Bautismo. Pseudo-Atanasio dice claramente que una persona no bautizada no puede entrar en el Reino de Dios. Sostiene además que los niños no bautizados no entrarán en el Reino, pero que tampoco se perderán, ya que no han pecado[12]. Anastasio del Sinaí lo afirma de manera todavía más clara: para él, los niños no bautizados no van a la Gehenna. Pero no puede decir más; no expresa ninguna opinión sobre adónde van, sino que deja su destino al juicio de Dios[13].

12. Gregorio de Nisa es el único entre los Padres griegos que ha escrito una obra que trata específicamente del destino de los niños que mueren, De infantibus praemature abreptis libellum [14]. La preocupación de la Iglesia aparece en la cuestión que se plantea a sí mismo: el destino de estos niños es un misterio, «es algo más grande de lo que la mente humana puede abarcar»[15]. Gregorio expresa su opinión en relación con la virtud y su recompensa; en su opinión no hay ninguna razón para que Dios conceda como recompensa lo que se espera. La virtud no tiene ningún valor si los que dejan esta vida prematuramente sin haberla practicado son recibidos inmediatamente en la bienaventuranza. Continuando en esta línea Gregorio se pregunta: «¿Qué sucederá a aquel que acaba su vida en una tierna edad, que no ha hecho nada malo ni nada bueno? ¿Es digno de un premio?»[16]. Y responde: «La bienaventuranza esperada pertenece a los seres humanos por naturaleza, y solamente en un cierto sentido es llamada premio»[17]. El gozo de la vida verdadera (zoe y no bios) corresponde a la naturaleza humana y es poseído según el grado en que se ha practicado la virtud. Puesto que el niño inocente no necesita purificación por los pecados personales, tiene parte en esta vida de manera correspondiente a su naturaleza, en una suerte de progreso continuado, según su capacidad. Gregorio de Nisa hace una distinción entre el destino de los niños y el de los adultos que han vivido una existencia virtuosa: «La muerte prematura de los niños recién nacidos no es motivo para presuponer que sufrirán tormentos o que estarán en el mismo estado de los que en esta vida han sido purificados por todas las virtudes»[18]. Por último ofrece esta perspectiva a la reflexión de la Iglesia: «La contemplación apostólica da fuerzas a nuestra investigación, porque Aquel que ha hecho bien todas las cosas con sabiduría (Sal 104,24) sabe sacar bien del mal»[19].

13. Gregorio Nacianceno no dice nada acerca del lugar y del estado de los niños que mueren sin bautismo, pero amplía este tema añadiendo otra reflexión. Escribe que estos niños no reciben ni alabanza ni castigo del Justo Juez, en cuanto han sufrido un daño más que provocarlo. «El que no merece castigo no es por esto merecedor de alabanza, y el que no merece alabanza no es por esto merecedor de castigo»[20]. La profunda enseñanza de los Padres griegos puede ser resumida en la opinión de Anastasio del Sinaí: «No es conveniente que el hombre compruebe con sus manos los juicios de Dios»[21].

14. Por una parte estos Padres griegos enseñan que los niños que mueren sin bautismo no sufren la condenación eterna, aunque no consigan el mismo estado de los que han sido bautizados. Por otra parte no explican cuál es el estado de estos niños o en qué lugar se encuentran. En este asunto los Padres griegos muestran su típica sensibilidad apofática.

.3. Los Padres latinos

15. El destino de los niños no bautizados fue por vez primera el objeto de una reflexión teológica notable en Occidente durante las controversias antipelagianas al comienzo del siglo V. San Agustín abordó la cuestión en respuesta a Pelagio, el cual enseñaba que los niños podían salvarse sin ser bautizados. Pelagio ponía en duda que la carta de Pablo a los Romanos enseñase realmente que todos los seres humanos pecaron «en Adán» (Rom 5,12), y que la concupiscencia, el sufrimiento y la muerte fueran consecuencia de la caída[22]. Puesto que negaba que el pecado de Adán se hubiera trasmitido a sus descendientes, consideraba inocentes a los niños recién nacidos. A los niños muertos sin bautismo Pelagio les prometía la entrada en la «vida eterna» (pero no en el «reino de Dios» [Jn 3,5]), argumentando que Dios no iba a condenar al infierno a los que no eran personalmente culpables de pecado[23].

16. En la oposición a Pelagio, Agustín fue llevado a afirmar que los niños que mueren sin bautismo van al infierno[24]. Se remitía a las palabras del Señor en Jn 3,5 y a la práctica litúrgica de la Iglesia. ¿Por qué los niños son llevados a la fuente bautismal, especialmente los recién nacidos en peligro de muerte, si no es para asegurarles la entrada en el Reino de Dios? ¿Por qué se les somete a los exorcismos si no tienen que ser liberados del diablo[25]? ¿Por qué renacen si no necesitan ser renovados? La práctica litúrgica confirma la fe de la Iglesia en que todos heredan el pecado de Adán y tienen que pasar del poder de las tinieblas al reino de la luz (Col 1,13)[26]. Hay solamente un Bautismo, el mismo para niños y adultos, y éste es para el perdón de los pecados[27]. Si los niños son bautizados, es porque son pecadores. Aunque evidentemente no son culpables de pecado personal, según Rom 5,12 (en la traducción latina de que disponía Agustín), han pecado «en Adán»[28]. «¿Por qué murió Cristo por ellos si no son culpables?»[29]. Todos necesitan a Cristo como Salvador.

17. Según la opinión de Agustín, Pelagio minaba la fe en Jesucristo, el único Mediador (1 Tm 2,5), y la fe en la necesidad de la gracia salvadora que nos mereció en la cruz. Cristo vino para salvar a los pecadores. Es el «Gran Médico» que ofrece incluso a los recién nacidos la medicina del Bautismo para salvarlos del pecado heredado de Adán[30]. El único remedio para el pecado de Adán, transmitido a todos a través de la generación, es el Bautismo. Los que no han sido bautizados no pueden entrar en el Reino de Dios. El día del juicio, los que no entrarán en el Reino (Mt 25,34) serán condenados al infierno (Mt 25,41). No hay un «estado intermedio» entre el cielo y el infierno. «No queda ningún lugar intermedio en el que tú puedas poner a los niños»[31]. Todo aquel «que no está con Cristo debe estar con el diablo»[32].

18. Dios es justo. Si condena al infierno a los niños no bautizados es porque son pecadores. Aunque estos niños sean castigados en el infierno, sufrirán solamente un «castigo muy suave» (mitissima poena)[33], «la pena más leve de todas»[34], pues hay diversas penas en proporción con la culpa del pecador[35]. Estos niños no eran responsables, pero no hay injusticia en su condena porque todos pertenecen a «la misma masa», la masa destinada a la perdición. Dios no hace injusticia a los que no son elegidos, porque todos merecen el infierno[36]. ¿Por qué algunos son vasos de ira y otros vasos de misericordia? Agustín admite que «no puede encontrar una explicación satisfactoria y adecuada». Puede solamente exclamar con San Pablo: «Qué inescrutables son los juicios de Dios e inaccesibles sus caminos» (Rom 11,33)[37]. Más que condenar la autoridad divina, da una explicación restrictiva de la voluntad salvífica universal de Dios[38]. La Iglesia cree que si alguno es redimido, es sólo por la gracia inmerecida de Dios. Pero si alguno es condenado, es por un juicio bien merecido. Descubriremos en el otro mundo la justicia de la voluntad de Dios[39].

19. El Concilio de Cartago del año 418 rechazó la enseñanza de Pelagio. Condenó la opinión de que los niños «no contraen de Adán nada del pecado original que deba ser expiado por el baño de la regeneración que lleva a la vida eterna». Positivamente el Concilio enseña que «aun los niños que todavía no pudieron cometer ningún pecado por sí mismos, son verdaderamente bautizados para la remisión de los pecados, a fin de que por la regeneración se limpie en ellos lo que por la generación contrajeron»[40]. Se añadió también que no existe «algún lugar intermedio o lugar alguno en otra parte donde viven bienaventurados los niños que salieron de esta vida sin el bautismo, sin el cual no pueden entrar en el reino de los cielos que es la vida eterna»[41]. Este concilio, no obstante, no apoyó explícitamente todos los aspectos de la severa opinión de Agustín acerca del destino de los niños que mueren sin Bautismo.

20. Pero la autoridad de Agustín en Occidente fue tan grande que los Padres latinos (p.e. Jerónimo, Fulgencio, Avito de Vienne y Gregorio Magno) de hecho adoptaron su opinión. Gregorio Magno afirma que Dios condena también a aquellos que tienen en su alma sólo el pecado original. Incluso los niños que no han pecado por su voluntad deben ir a los «tormentos eternos». Cita Job 14,4-5 (LXX), Jn 3,5 y Ef 2,3 a propósito de nuestra condición de «hijos de la ira» en el nacimiento[42].

1.4 La Escolástica medieval

21. Agustín fue el punto de referencia para este tema para los teólogos latinos a lo largo de todo el Medioevo. Anselmo de Canterbury es un buen ejemplo: cree que los niños pequeños que mueren sin Bautismo son condenados a causa del pecado original y de acuerdo con la justicia de Dios[43]. La doctrina común fue resumida por Hugo de San Víctor: los niños que mueren sin Bautismo no pueden ser salvados porque 1) no han recibido el sacramento, y 2) no pueden hacer un acto personal de fe en sustitución del sacramento[44]. Esta doctrina implica la necesidad de ser justificados durante el tiempo de la vida terrena para entrar en la vida eterna después de la muerte. La muerte pone un fin a la posibilidad de elegir entre aceptar o rechazar la gracia, es decir, unirse a Dios o alejarse de él; después de la muerte las actitudes fundamentales de una persona respecto a Dios ya no pueden ser modificadas.

22. Pero la mayoría de los autores medievales posteriores, a partir de Pedro Abelardo, subrayan la bondad de Dios e interpretan el «castigo muy suave» de Agustín como la privación de la visión beatífica (carentia visionis Dei), sin esperanza de obtenerla, pero sin otras penas adicionales[45]. Esta enseñanza, que modificaba la estricta opinión de San Agustín, fue difundida por Pedro Lombardo: los niños no sufren más pena que la privación de la visión de Dios[46]. Esta posición llevó a la reflexión del siglo XIII a atribuir a los niños no bautizados un destino esencialmente diferente del de los santos en el cielo, pero también parcialmente diferente del de los condenados, a los cuales, no obstante, quedan asociados. Esto no impidió a los teólogos medievales sostener la existencia de dos (y no tres) posibles salidas para la existencia humana: la felicidad del cielo para los santos, y la privación de esta felicidad celestial para los condenados y para los niños que mueren sin Bautismo. En los desarrollos de la doctrina medieval la pérdida de la visión beatífica (poena damni) se veía como el justo castigo por el pecado original, mientras los «tormentos del infierno para siempre» representaban la pena por los pecados mortales efectivamente cometidos[47]. En la Edad Media el Magisterio eclesiástico afirmó más de una vez que «los que mueren en pecado mortal» y los que mueren «sólo con el pecado original» reciben «penas diferentes»[48].

23. Puesto que los niños que no han alcanzado el uso de la razón no han cometido pecados actuales, los teólogos llegaron a la opinión común según la cual estos niños no bautizados no experimentan ningún dolor, e incluso gozan de una plena felicidad natural por su unión con Dios en todos los bienes naturales (Tomás de Aquino, Duns Escoto)[49]. La contribución de esta última tesis teológica consiste sobre todo en el reconocimiento de un gozo auténtico en los niños que mueren sin el Bautismo sacramental: poseen una verdadera unión con Dios de modo proporcionado a su condición. La tesis se apoya en un cierto modo de conceptualizar la relación entre los órdenes natural y sobrenatural y, en particular, la orientación hacia el sobrenatural. Pero no debe ser confundida con el desarrollo sucesivo del concepto de «naturaleza pura». Tomás de Aquino, por ejemplo, insistía en que solamente la fe nos permite conocer que el fin sobrenatural de la vida humana consiste en la gloria de los santos, es decir, en la participación en la vida del Dios uno y trino mediante la visión beatífica. Dado que este fin sobrenatural trasciende el conocimiento humano natural, y dado que a los niños no bautizados les falta el sacramento que les habría dado el germen de este conocimiento sobrenatural, el Aquinate concluye que los niños que mueren sin Bautismo no conocen aquello de que están privados, y por tanto no sufren por la privación de la visión beatífica[50]. Incluso cuando han acogido esta opinión, los teólogos han considerado la privación de la visión beatífica como una aflicción (castigo) en la economía divina. La doctrina teológica de una «felicidad natural» (y la ausencia de todo sufrimiento) puede ser considerada como una tentativa de tomar en consideración la justicia y la misericordia de Dios respecto a los niños que no han cometido ningún pecado actual, dando así a la misericordia de Dios un peso mayor que en la opinión de Agustín. Los teólogos que han sostenido esta tesis de una felicidad natural para los niños muertos sin Bautismo manifiestan un sentido muy vivo de la gratuidad de la salvación y del misterio de la voluntad de Dios que el pensamiento humano no puede comprender completamente.

24. Los teólogos que, de una forma o de otra, han enseñado que los niños no bautizados son privados de la visión de Dios generalmente sostenían al mismo tiempo una doble afirmación: a) Dios quiere que todos se salven, y b) Dios, que quiere que todos se salven, quiere igualmente los dones y los medios que él mismo ha establecido para esta salvación y que nos ha dado a conocer mediante su revelación. La segunda afirmación, en sí misma, no excluye otras disposiciones de la economía divina (como resulta claro, por ejemplo, en el testimonio de los Santos Inocentes). La expresión «limbo de los niños» fue acuñada a caballo entre los siglos XII y XIII para designar el «lugar de reposo» de estos niños (el «límite» de la región inferior). Pero los teólogos podían tratar de esta cuestión sin usar la palabra «limbo». Sus doctrinas no deben confundirse con el uso de la palabra «limbo».

25. La afirmación principal de estas doctrinas es que los que no eran capaces de un acto libre con el cual consentían a la gracia y que han muerto sin haber sido regenerados por el sacramento del Bautismo están privados de la visión de Dios a causa del pecado original heredado mediante la generación humana.

1.5 La era moderna post-tridentina

26. El pensamiento de Agustín fue objeto de un interés renovado en el siglo XVI, y con él su teoría sobre el destino de los niños no bautizados, como atestigua, por ejemplo, Roberto Bellarmino[51]. Una de las consecuencias de este despertar del agustinismo fue el jansenismo. Juntamente con los teólogos católicos de la escuela agustiniana, los jansenistas se oponían vigorosamente a la doctrina del limbo. Durante este tiempo los Papas (Paulo III, Benedicto XIV, Clemente XIII)[52] defendieron el derecho de los católicos a enseñar la severa doctrina de Agustín, según la cual los niños que morían con el solo pecado original eran condenados y castigados con el tormento perpetuo del fuego del infierno, aunque con un «castigo suavísimo» (Agustín) en comparación con los sufrimientos de los adultos castigados por sus pecados mortales. Por otra parte, cuando el sínodo jansenista de Pistoia (1786) denunció la teoría medieval del «limbo», Pío VI defendió el derecho de las escuelas católicas a enseñar que los que mueren sólo con el pecado original son castigados con la ausencia de la visión beatífica («pena de daño»), pero no con sufrimientos sensibles (castigo del fuego, «pena de sentido»). En la bula Auctorem fidei (1794), el Papa condenó como «falsa, temeraria e injuriosa contra las escuelas católicas» la doctrina jansenista «que reprueba como una fábula pelagiana [fabula pelagiana] aquel lugar de los infiernos (al que corrientemente designan los fieles con el nombre de limbo de los párvulos), en que las almas de los que mueren con sola la culpa original son castigadas con la pena de daño sin la pena de fuego, como si los que suprimen en él la pena del fuego, por este hecho introdujeran aquel lugar y estado carente de culpa y pena como intermedio entre el reino de Dios y la condenación eterna como lo imaginaban los pelagianos»[53]. Las intervenciones pontificias en este periodo por tanto han protegido la libertad de las escuelas católicas para afrontar esta cuestión. No han adoptado la doctrina del limbo como una doctrina de fe. El limbo, de todas maneras ha sido la doctrina católica común hasta la mitad del siglo XX.

1.6 Del Vaticano I al Vaticano II

27. En el periodo que precedió al Concilio Vaticano I, y de nuevo antes del Concilio Vaticano II, surgió a partir de ciertos ambientes un fuerte interés en la definición de la doctrina católica sobre este tema. Este interés era evidente en el esquema reformulado de la constitución dogmática De doctrina catholica preparada para el concilio Vaticano I (pero no sometida al voto del Concilio), que presentaba el destino de los niños muertos sin bautismo como un estado a medio camino entre el de los condenados por una parte, y el de las almas del purgatorio y el de los bienaventurados por otra. «Etiam qui cum solo originali peccato mortem obeunt, beata Dei visione in perpetuum carebunt»[54]. Pero en el siglo XX los teólogos pidieron el derecho de poder imaginar nuevas soluciones, incluida la posibilidad de que la plena salvación de Cristo llegara a estos niños[55].

28. En el período de la preparación del Concilio Vaticano II algunos deseaban que el Concilio afirmase la doctrina común según la cual los niños no bautizados no pueden obtener la visión beatífica y dejase así la cuestión cerrada. La Comisión Central Preparatoria se opuso a esta petición, ya que era consciente de las numerosas razones en contra de la opinión tradicional y de la necesidad de proponer una solución más acorde con el desarrollo del sensus fidelium. Pensando que la reflexión teológica sobre este punto no estaba todavía suficientemente madura, no se incluyó el tema en el programa de los trabajos; no entró en las deliberaciones del Concilio y se dejó abierto para ulteriores investigaciones[56]. La cuestión suscitaba una serie de problemas cuya solución era debatida entre los teólogos; en particular: el valor de la enseñanza tradicional de la Iglesia acerca de los niños que mueren sin Bautismo; la ausencia en la Sagrada Escritura de indicaciones explícitas sobre el tema; la conexión entre el orden natural y la vocación sobrenatural de los seres humanos; el pecado original y la voluntad salvífica universal de Dios; y las «sustituciones» del Bautismo sacramental que se pueden invocar para los párvulos.

29. La convicción de la Iglesia Católica acerca de la necesidad del Bautismo para la salvación fue establecida con vigor en el Decreto para los Jacobitas en el Concilio de Florencia en el año 1442: a los niños «no se les puede socorrer con otro remedio más que con el sacramento del bautismo, por el que son librados del dominio del diablo y adoptados por hijos de Dios»[57]. Esta enseñanza presupone una percepción muy neta del favor divino que se muestra en la economía sacramental instituida por Cristo; la Iglesia no conoce ningún otro medio que pueda asegurar a los niños el acceso a la vida eterna. La Iglesia, con todo, ha reconocido tradicionalmente la existencia de sustituciones para el Bautismo de agua (que es la incorporación sacramental al misterio de Cristo muerto y resucitado), en concreto, el Bautismo de sangre (incorporación a Cristo a través del testimonio del martirio por Cristo) y el Bautismo de deseo (incorporación a Cristo por el deseo o el anhelo del Bautismo sacramental). A lo largo del siglo XX algunos teólogos, desarrollando algunas tesis teológicas más antiguas, propusieron que se reconociera para los niños alguna forma de Bautismo de sangre (considerando el sufrimiento y la muerte de estos niños), o alguna forma de Bautismo de deseo (invocando un «deseo inconsciente» en estos niños orientado hacia la justificación, o el deseo de la Iglesia»)[58]. Pero estas propuestas llevaban consigo algunas dificultades. Por una parte es difícil atribuir a un niño el acto de deseo del Bautismo de los adultos. El niño es difícilmente capaz de llevar a cabo el acto personal totalmente libre y responsable que sería una sustitución del Bautismo sacramental. Un acto libre y responsable de estas características se funda en un juicio de la razón y no puede ser realizado completamente si la persona no ha alcanzado el uso de razón (aetas discretionis, edad de la discreción) suficiente y apropiado. Por otra parte es difícil entender cómo la Iglesia podría ejercer una suplencia para los niños no bautizados. Completamente diverso es el caso del Bautismo sacramental, en cuanto este último, administrado a los niños, obtiene la gracia en virtud de lo que es específicamente propio del sacramento en cuanto tal, es decir, el don cierto de la regeneración por el poder del mismo Cristo. Ésta es la razón por la cual Pío XII, recordando la importancia del Bautismo sacramental se expresó en estos términos en su alocución a las comadronas italianas en 1951: «El estado de gracia en el momento de la muerte es absolutamente necesario para la salvación; sin él no es posible llegar a la felicidad sobrenatural, a la visión beatífica de Dios. Un acto de amor puede bastar al adulto para conseguir la gracia santificante y suplir la falta del Bautismo; al que todavía no ha nacido o al niño acabado de nacer no está abierto ese camino»[59]. Estas palabras dieron lugar a una nueva reflexión por parte de los teólogos acerca de las disposiciones de los niños respecto a la recepción de la gracia divina, sobre la posibilidad de una configuración extrasacramental con Cristo y sobre la mediación materna de la Iglesia.

30. Entre las cuestiones discutidas que se refieren a este tema es necesario mencionar la de la gratuidad del orden sobrenatural. Antes del Concilio Vaticano II, en otras circunstancias y en referencia a otras cuestiones, Pío XII había llevado con fuerza este tema a la conciencia de la Iglesia afirmando que, si se sostiene que Dios no puede crear seres inteligentes sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica, se destruye la gratuidad del orden sobrenatural[60]. La bondad y la justicia de Dios no implican que la gracia sea dada necesaria o “automáticamente”. Entre los teólogos, la reflexión acerca del destino de los niños no bautizados ha llevado consigo desde entonces una consideración renovada de la absoluta gratuidad de la gracia y de la ordenación de todos los seres humanos a Cristo y a la redención que por nosotros ha obtenido.

31. Sin responder directamente a la cuestión del destino de los niños no bautizados, el concilio Vaticano II indicó numerosas vías para guiar la reflexión teológica. El Concilio recordó muchas veces la universalidad de la voluntad de salvación de Dios que se extiende a todos (1 Tm 2,4)[61]. Todos «tienen un fin último, Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos» (Nostra aetate 1; cf. Lumen gentium 16). En una línea más particular, al presentar una concepción de la vida humana fundada en la dignidad del ser humano creado a imagen de Dios, la constitución Gaudium et spes recuerda que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios», precisando que «desde su mismo nacimiento el hombre es invitado al diálogo con Dios» (GS 19). La misma constitución proclama con fuerza que solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre. Además, tenemos la conocida afirmación del Concilio: «Cristo murió por todos y la vocación definitiva del hombre es en realidad una sola, la divina. En consecuencia debemos sostener que el Espíritu Santo da a todos la posibilidad de que, del modo que Dios conoce, sean asociados al misterio pascual” (GS 22). Aunque el Concilio no aplicó expresamente esta enseñanza a los niños que mueren sin Bautismo, estos pasajes abren un camino para dar razón de la esperanza en su favor[62].

1.7 Problemas de naturaleza

32. El estudio de la historia muestra una evolución y un desarrollo de la enseñanza católica acerca del destino de los niños que mueren sin Bautismo. Este desarrollo tiene en cuenta algunos principios fundamentales y algunos elementos secundarios de diverso valor. La revelación, en efecto, no comunica directamente y de una manera explícita el conocimiento del designio de Dios para los niños no bautizados, pero ilumina a la Iglesia en relación con los principios de fe que deben guiar su pensamiento y su praxis. Una lectura teológica de la historia del Magisterio católico hasta el Vaticano II muestra en particular que son tres las afirmaciones principales que pertenecen a la fe de la Iglesia que están en el centro del problema del destino de los niños no bautizados: I) Dios quiere que todos los seres humanos sean salvados; II) Esta salvación es dada solamente mediante la participación en el misterio pascual de Cristo mediante el Bautismo para la remisión de los pecados, sea el Bautismo sacramental, sea en otra forma. Los seres humanos, incluidos los niños, no pueden ser salvados sin la gracia de Dios derramada por el Espíritu Santo; III) Los niños no entran en el Reino de Dios si no son liberados del pecado original por la gracia redentora.

33. La historia de la teología y de la enseñanza del Magisterio muestra en particular un desarrollo en cuanto al modo de comprensión de la voluntad de salvación universal de Dios. La tradición teológica del pasado (Antigüedad, Edad Media, comienzo de los tiempos modernos), en particular la tradición agustiniana, presenta con frecuencia una concepción que, confrontada con los modernos desarrollos teológicos, parece una idea «restrictiva» de la voluntad salvífica universal de Dios[63]. En la investigación teológica, solamente en tiempos relativamente recientes la voluntad salvífica de Dios ha sido concebida como “cuantitativamente” universal. En el Magisterio esta concepción más amplia ha sido afirmada progresivamente. Sin tratar de establecer fechas precisas, se puede observar que aparece de modo claro en el siglo XIX, especialmente en el magisterio de Pío IX sobre la posible salvación de aquellos que, sin culpa por su parte, ignoran la fe católica: aquellos que «llevan una vida honesta y recta pueden conseguir la vida eterna por la acción de la luz divina y de la gracia, pues Dios que manifiestamente ve, escudriña y conoce las mentes, ánimos y pensamientos de todos no consiente en modo alguno, por su suma bondad y clemencia, que sea castigado con eternos suplicios quien no es reo de una culpa voluntaria»[64]. Esta maduración e integración de la doctrina católica había suscitado entretanto una nueva reflexión acerca de las posibles vías de salvación para los niños no bautizados.

34. En la tradición de la Iglesia, la afirmación de que los niños muertos sin bautismo están privados de la visión beatífica ha sido durante mucho tiempo «doctrina común». Ésta se fundaba sobre un cierto modo de reconciliar los principios recibidos de la revelación, pero no poseía la certeza de una afirmación de fe, ni la misma certeza de otras afirmaciones cuyo rechazo hubiera significado la negación de un dogma divinamente revelado o de una enseñanza proclamada por un acto definitivo del Magisterio. El estudio de la historia de la reflexión de la Iglesia sobre esta materia muestra la necesidad de hacer algunas distinciones. En este sumario distinguimos en primer lugar, las afirmaciones de fe y lo que pertenece a la fe; en segundo lugar la doctrina común; en tercer lugar la opinión teológica

35. a) La concepción pelagiana del acceso a la «vida eterna» de los niños no bautizados debe ser considerada contraria a la fe católica.

36. b) La afirmación según la cual «la pena por el pecado original es la carencia de la visión de Dios», formulada por Inocencio III[65], pertenece a la fe: el pecado original es en sí mismo un impedimento para la visión beatífica. Es necesaria la gracia para ser purificado del pecado original y para ser elevado a la comunión con Dios de manera que se pueda entrar en la vida eterna y gozar de la visión de Dios. Históricamente la doctrina común aplicaba esta afirmación al destino de los niños no bautizados y concluía que están privados de la visión beatífica. Pero la enseñanza del Papa Inocencio III, en su contenido de fe, no implica necesariamente que los niños que mueren sin el Bautismo sacramental sean privados de la gracia y condenados a la pérdida de la visión de Dios; nos permite esperar que Dios, que quiere que todos se salven, ofrece algún remedio misericordioso para su purificación del pecado original y su acceso a la visión beatífica.

37. c) En los documentos del Magisterio en la Edad Media, la mención de «penas diversas» para los que mueren en pecado mortal actual o con el solo pecado original («Las almas de aquellos que mueren en pecado mortal o con el solo pecado original descienden inmediatamente al infierno para ser castigadas, aunque con penas desiguales»[66]) debe ser interpretada según la enseñanza común de la época. Históricamente, estas afirmaciones se han aplicado ciertamente a los niños no bautizados, con la conclusión de que estos niños sufren una pena por el pecado original. Se ha de observar de todas maneras que, en general, el objeto de estos pronunciamientos de la Iglesia no era la privación de la salvación para los niños no bautizados, sino la inmediatez del juicio particular después de la muerte y la asignación de las almas al cielo o al infierno. Estas declaraciones magisteriales no nos obligan a pensar que estos niños mueren necesariamente con el pecado original, de tal manera que no haya para ellos ninguna vía de salvación

38. d) La bula Auctorem fidei del Papa Pío VI no es una definición dogmática de la existencia del limbo: se limita a rechazar la acusación jansenista según la cual el «limbo» enseñado por los teólogos escolásticos era idéntico a la «vida eterna» prometida por los antiguos pelagianos a los niños no bautizados. Pío VI no condenó a los jansenistas porque negaban el limbo, sino porque sostenían que los defensores del limbo eran culpables de la herejía pelagiana. Al sostener la libertad por parte de las escuelas católicas de proponer soluciones diversas al problema del destino de los niños no bautizados, la Santa Sede defendía la enseñanza común como una opción aceptable y legítima, sin hacerla propia.

39. e) La «Alocución a las comadronas italianas» de Pío XII[67], en la que se afirma que «no hay otro medio para comunicar esta vida [sobrenatural] al niño que todavía no tiene el uso de la razón», expresó la fe de la Iglesia en la necesidad de la gracia para alcanzar la visión beatífica y la necesidad del Bautismo como medio para recibir esta gracia[68]. La precisión de que los niños (a diferencia de los adultos) no son capaces de obrar por su cuenta, es decir son incapaces de un acto con razón y libertad que pueda «sustituir al Bautismo» no constituyó un pronunciamiento sobre el contenido de las teorías teológicas de la época, y no prohibió la búsqueda teológica de otros caminos de salvación. Pío XII recordó más bien los límites dentro de los cuales se debía situar el debate y reafirmó firmemente la obligación moral de administrar el Bautismo a los niños en peligro de muerte.

40. En resumen: la afirmación según la cual los niños que mueren sin Bautismo sufren la privación de la visión beatífica ha sido durante mucho tiempo doctrina común de la Iglesia, que es algo distinto de la fe de la Iglesia. En cuanto a la teoría de que la privación de la visión beatífica es la única pena de estos niños, con exclusión de cualquier otro sufrimiento, se trata de una opinión teológica, no obstante su amplia difusión en Occidente. La tesis teológica particular de una «felicidad natural» que en ocasiones se atribuía a estos niños constituye igualmente una opinión teológica.

41. Por consiguiente, además de la teoría del limbo (que continúa siendo una opinión teológica posible), puede haber otros caminos que integren y salvaguarden los principios de fe fundados en la Escritura: la creación del ser humano en Cristo y su vocación a la comunión con Dios; la voluntad salvífica universal de Dios; la transmisión y las consecuencias del pecado original; la necesidad de la gracia para entrar en el Reino de Dios y alcanzar la visión de Dios; la unicidad y la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo; la necesidad del Bautismo para la salvación. No se llega a estos otros caminos modificando los principios de la fe o elaborando teorías hipotéticas; más bien buscan una integración y una reconciliación coherente de los principios de la fe bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, atribuyendo un peso mayor a la voluntad salvífica universal de Dios y a la solidaridad en Cristo (cf. Gaudium et spes 22), para motivar la esperanza de que los niños que mueren sin el Bautismo pueden gozar de la vida eterna en la visión beatífica. Siguiendo el principio metodológico en virtud del cual lo que es menos conocido debe ser investigado a la luz de lo que se conoce mejor, parece que el punto de partida para considerar el destino de estos niños debería ser la voluntad salvífica universal de Dios, la mediación de Cristo y el don del Espíritu Santo, a la vez que la consideración de la condición de los niños que reciben el bautismo y son salvados mediante la acción de la Iglesia en el nombre de Cristo. El destino de los niños no bautizados continúa siendo un caso límite en la investigación teológica: los teólogos deberían tener presente la perspectiva apofática de los Padres griegos. 2. «Inquirere vias Domini»:Investigar los caminos de Dios.

Principios teológicos

42. Puesto que ninguna respuesta explícita acerca del tema objeto de nuestro estudio viene de la Revelación tal como se contiene en la Sagrada Escritura y en la Tradición, el fiel católico debe recurrir a ciertos principios teológicos subyacentes que la Iglesia, y en particular el Magisterio, custodio del depósito de la fe, ha articulado con la asistencia del Espíritu Santo. Como afirma el Concilio Vaticano II: «Hay un orden o “jerarquía” de las verdades de la doctrina católica, al ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana» (Unitatis redintegratio 11). En definitiva ningún ser humano puede salvarse a sí mismo. La salvación viene solamente de Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta verdad fundamental (de la «absoluta necesidad» del acto salvífico de Dios para los seres humanos) se despliega en la historia a través de la Iglesia y de su ministerio sacramental, El ordo tractandi que aquí adoptaremos sigue el ordo salutis con una única excepción: hemos colocado la dimensión antropológica entre la trinitaria y la eclesiológico-sacramental.

2.1. La voluntad salvífica universal de Dios realizada a través de la única mediación de Jesucristo en el Espíritu Santo

43. En el contexto de la discusión sobre el destino de aquellos niños que mueren sin Bautismo, el misterio de la voluntad salvífica universal de Dios es un principio central y fundamental. La profundidad de este misterio se refleja en la paradoja del amor divino que se manifiesta a la vez como universal y como preferencial.

44. En el Antiguo Testamento Dios es llamado el salvador del pueblo de Israel (cf. Ex 6,6; Dt 7,8, 13,5; 32,15; 33,29; Is 41,14; 43,14; 44,24; Sal 78; 1 Mc 4,30). Pero su amor preferencial por Israel tiene un alcance universal, que se extiende a las personas individuales (cf. 2 Sam 22,18.44.49; Sal 25,5, 27,1) y a todos los seres humanos: «Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues si algo odiases, no lo hubieras creado» (Sab 11,24). Mediante Israel encontrarán la salvación las naciones paganas (cf. Is 2,1-4; 42,1; 60,1-14). «Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49,6).

45. Este amor preferencial y universal de Dios se relaciona íntimamente y se realiza de un modo único y ejemplar en Jesucristo, que es el único salvador de todos (cf. Hch 4,12), pero en particular de los que se abajan o se humillan (tapeinôsei) como los «pequeños». Efectivamente, Jesús, que es manso y humilde de corazón (cf. Mt 11,29), mantiene con ellos una misteriosa afinidad y solidaridad (cf. Mt 18,3.5; 10,40-42; 25,40.45). Jesús afirma que el cuidado de estos pequeños ha sido confiado a los ángeles de Dios (cf. Mt 18,10): «No es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños» (Mt 18,14). Este misterio de su voluntad, según el beneplácito del Padre[69], se revela mediante el Hijo[70], y se distribuye por el don del Espíritu Santo[71]

46. La universalidad de la gracia salvadora de Dios Padre, tal como es realizada mediante la mediación única y universal de su Hijo Jesucristo, se expresa con fuerza en la primera carta a Timoteo: «Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro salvador, que quiere (thelei) que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Éste es el testimonio dado en el tiempo oportuno» (1 Tim 2,3-6). La repetición enfática de «todos» (vv. 1,4,6) y la justificación de esta universalidad con la base de la unicidad de Dios y de su mediador, que es él mismo un hombre, sugieren que nadie está excluido de esta voluntad de salvación. En la medida en que es objeto de la oración (cf. 1 Tim 2,1) esta voluntad salvífica (thelema) se refiere a una voluntad que es sincera de parte de Dios, pero a la cual, a veces, los seres humanos resisten[72]. Por ello debemos pedir a nuestro Padre celestial que se haga su voluntad (thelema) en la tierra como en el cielo (cf. Mt 6,10).

47. El misterio de esta voluntad, revelado a Pablo «el menor de todos los santos» (Ef 3,8), tiene sus raíces en el designio del Padre de hacer a su Hijo no sólo «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29), sino también el «primogénito de toda la creación… [y] el primogénito de entre los muertos» (Col 1,15.18). Esta revelación nos permite descubrir en la mediación del Hijo las dimensiones universal y cósmica que superan toda división (cf. Gaudium et spes 13). Con referencia a la universalidad del género humano, la mediación del Hijo supera I) las varias divisiones sociales, culturales y de sexo: «Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer» (Gál 3,28); y II) las divisiones causadas por el pecado, las internas (cf. Rom 7), y las interpersonales (cf. Ef. 2,4): «Así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de un solo todos serán constituidos justos» (Rom 5,19). Con referencia a las divisiones cósmicas, Pablo explica: «Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,19-20). Ambas dimensiones están reunidas en la carta a los Efesios (1,7-10): «En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos […] según el benévolo designio que en él se propuso de antemano […] hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra».

48. Ciertamente no vemos todavía la realización de este misterio de salvación, «porque nuestra salvación es objeto de esperanza» (Rom 8,24). Este es en efecto el testimonio del Espíritu Santo, que al mismo tiempo anima a los cristianos a orar y a esperar en la resurrección final: «Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior, anhelando la adopción, el rescate de nuestro cuerpo […]. De igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene, mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,22-23.26). Por tanto los gemidos del Espíritu no solamente ayudan a nuestras oraciones, sino que, encierran, por decirlo así, los sufrimientos de todos los adultos, de todos los niños y de la creación entera[73].

49. El Sínodo de Quierzy (853) afirma: «Dios omnipotente “quiere que todos los hombres”, sin excepción, “se salven” (1 Tim 2,4), aunque no todos se salven. Ahora bien, que algunos se salven es don del que salva, que algunos se pierdan es merecimiento de los que se pierden»[74]. Poniendo de relieve las implicaciones positivas de esta declaración acerca de la solidaridad universal de todos en el misterio de Jesucristo, el Sínodo afirma además: «Como no hay, hubo o habrá hombre alguno cuya naturaleza no fuera asumida por él; así no hay, hubo, ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo Jesús Señor nuestro, aunque no todos sean redimidos por el misterio de su pasión»[75].

50. Esta convicción cristocéntrica ha encontrado expresión en toda la tradición católica. San Ireneo, por ejemplo, cita el texto paulino afirmando que Cristo vendrá de nuevo para «recapitular en él todas las cosas» (Ef 1,10), para que toda rodilla se doble ante él en el cielo, en la tierra y bajo la tierra, y toda lengua confiese que Jesús es el Señor[76]. Santo Tomás de Aquino, fundándose también en el texto paulino afirma: «Cristo es el mediador perfecto entre Dios y los hombres, porque ha reconciliado por su muerte el género humano con Dios»[77].

51. Los documentos del Vaticano II no sólo citan el texto paulino en su integridad (cf. Lumen gentium 60; Ad gentes 7), sino que se refieren a él (cf. Lumen gentium 49) y además usan repetidamente la designación Unicus Mediator Christus (LG 8,14,62). Esta afirmación clave de la fe cristológica encuentra también expresión en el magisterio pontificio postconciliar: «”Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12). Esta afirmación […] tiene un valor universal, puesto que para todos […] la salvación no puede venir más que de Jesucristo»[78].

52. La declaración Dominus Iesus resume brevemente la convicción y la actitud de la Iglesia católica: «Por lo tanto, se debe creer firmemente como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios uno y trino se ha ofrecido y cumplido una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios»[79].

2.2 La universalidad del pecado y la necesidad universal de salvación

53. La voluntad salvífica universal de Dios mediante Jesucristo, en una misteriosa relación con la Iglesia, se dirige a todos los seres humanos, los cuales, según la fe de la Iglesia, son pecadores necesitados de salvación. Ya en el Antiguo Testamento se menciona en casi todos los libros la naturaleza del pecado humano que todo lo invade. El libro del Génesis afirma que el pecado no ha tenido su origen en Dios, sino en los seres humanos, porque Dios ha creado todas las cosas y ha visto que eran buenas (cf. Gn 1,31). Desde el momento en que el género humano empezó a multiplicarse sobre la tierra, Dios ha tenido que contar con la pecaminosidad de la humanidad: «Vio Dios que la maldad del hombre cundía sobre la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal». Incluso «le pesó… haber hecho al hombre sobre la tierra», y decidió un diluvio que destruyera todo ser viviente, excepto a Noé que había encontrado gracia a sus ojos (cf. Gn 6,5-7). Pero ni siquiera el diluvio cambió la inclinación humana al pecado: «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del corazón humano son malas desde su niñez» (cf. Gn 8,21). Los autores del Antiguo Testamento están convencidos de que el pecado está profundamente radicado y difundido en la humanidad (cf. Prov 20,9; Eccl 7,20.20). Por esto son frecuentes las súplicas para alcanzar el perdón de Dios, como en el Salmo 143,2: «No entres en juicio con tu siervo, pues no es justo ante ti ningún viviente»; o en la oración de Salomón: «Cuando pequen contra ti, pues no hay hombre que no peque, […] si se vuelven a ti con todo su corazón y con toda su alma […], escucha tú su oración desde los cielos, lugar de tu morada, y perdona a tu pueblo, que ha pecado contra ti» (1 Re 8,46.48-50). En algunos textos el hombre es declarado pecador desde el nacimiento: «Mira que en culpa ya nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 51,7). Y la afirmación de Elifaz: «¿Cómo puede ser puro un hombre? ¿Cómo puede ser justo un nacido de mujer?» (Job 15,14; cf. 25,4) está de acuerdo con las convicciones del propio Job (cf. Job 14,1.4) y de los otros autores bíblicos (cf. Sal 58,3; Is 48,8). En la literatura sapiencial hay incluso un comienzo de reflexión sobre los efectos del pecado de los primeros padres, Adán y Eva, sobre todo el género humano: «Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sab 4,24), «Por la mujer fue el comienzo del pecado, y por causa de ella morimos todos» (Ecclo 25,24)[80].

54. Para Pablo la universalidad de la redención realizada por Jesucristo, encuentra su contrapartida en la universalidad del pecado. Cuando Pablo afirma en su carta a los Romanos que «tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado» (Rom 3,9)[81], y que ninguno puede ser excluido de esta sentencia universal, se funda naturalmente en la Escritura: «Como dice la Escritura: “No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo. No hay un sensato, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se corrompieron; no hay quien obre el bien, no hay siquiera uno”» (Rom 3,10-12, que cita Eccl 7,20 y Sal 14,1-3, que es idéntico a Sal 53,1-3). Por una parte, todos los seres humanos son pecadores y necesitan ser liberados mediante la muerte y la resurrección redentoras de Jesucristo, el nuevo Adán. No las obras de la ley, sino únicamente la fe en Jesucristo puede salvar a la humanidad, a la vez a los judíos y a los gentiles. Por otra parte, la condición de pecado de la humanidad está ligada al pecado del primer hombre, Adán. Esta solidaridad con el primer hombre, Adán, se enuncia en dos textos paulinos: 1 Cor 15,21 y en particular Rom 5,12: «Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, así también la muerte alcanzó a todos los hombres porque [griego eph’hô: otras posibilidades de traducción: “por el hecho de que” o “con el resultado de que”][82] todos han pecado…». En este anacoluto la causalidad primordial de la condición de pecado y de muerte de la humanidad se atribuye a Adán, independientemente de cómo se interprete la expresión eph’hô. La causalidad universal del pecado de Adán se presupone en Rom 5,5a, 16a, 17a, 18a, y se explicita en 5,19a: «por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores». Pablo, con todo, nunca explica cómo se transmite el pecado de Adán. Contra Pelagio, que pensaba que Adán había influenciado a la humanidad dándole un mal ejemplo, Agustín objetaba que el pecado de Adán se transmitía por propagación o herencia, llevando así a su expresión clásica la doctrina del «pecado original»[83]. Bajo el influjo de Agustín la Iglesia de Occidente ha interpretado casi unánimemente Rom 5,12 en el sentido de un «pecado» hereditario[84

55. Siguiendo esta enseñanza el Concilio de Trento en su V sesión definió: «”Si alguno afirma que a Adán solo dañó su prevaricación, pero no así a su descendencia”; que la santidad y la justicia recibida de Dios, que él perdió, las perdió solamente para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, transmitió a todo el género humano “sólo la muerte” y las penas “del cuerpo, pero no el pecado que es la muerte del alma”; sea anatema, “pues contradice al Apóstol que dice: ‘Por un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres alcanzó la muerte porque todos pecaron en él’ (Rom 5,12 Vulg.)”[85]».

56. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: «La doctrina del pecado original es, por así decirlo, el “reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo, sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo»[86].

2.3 La necesidad de la Iglesia

57. La tradición católica ha afirmado constantemente que la Iglesia es necesaria para la salvación en cuanto mediación histórica de la obra redentora de Cristo. Esta convicción ha encontrado su expresión clásica en el adagio de san Cipriano: «Salus extra Ecclesiam non est»[87]. El concilio Vaticano II ha confirmado esta afirmación de fe: «[El Concilio] enseña, fundado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. Pues solamente Cristo es el mediador y el camino de la salvación; se nos hace presente en su cuerpo que es la Iglesia. Él mismo, inculcando expresamente la necesidad de la fe y del Bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran mediante el bautismo como por la puerta. Por lo cual no podrían salvarse quienes, no ignorando que la Iglesia católica fue instituida por Dios por medio de Jesucristo como necesaria, no hubieran querido entrar o perseverar en ella» (Lumen gentium 14). El Concilio expuso con detenimiento el misterio de la Iglesia: «La Iglesia es, en Cristo, como un sacramento, es decir, signo e instrumento, de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). «Como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así también la Iglesia está llamada a seguir este mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación» (LG 8). «Resucitando de entre los muertos (cf. Rom 6,9) [Cristo] envió a los discípulos a su Espíritu vivificante, y por medio de él constituyó a la Iglesia, que es su cuerpo, como sacramento universal de salvación» (LG 48). Llama la atención en estos pasajes el alcance universal de la función mediadora de la Iglesia en la dispensación de la salvación de Cristo: «unidad de todo el género humano»; «salvación de [todos] los hombres»; «sacramento universal de salvación».

58. Frente a nuevos problemas y situaciones y a una interpretación exclusiva del adagio «salus extra ecclesiam non est»[88], en los últimos tiempos el Magisterio ha articulado una comprensión más matizada del modo como puede tener lugar una relación salvífica con la Iglesia. La alocución del Papa Pío IX Singulari Quadam (1854) expone con claridad los problemas implicados: «En virtud de la fe, hay que mantener, desde luego, que fuera de la Iglesia apostólica romana nadie puede salvarse, en cuanto ésta es la única arca de salvación; el que no entrará en ella perecerá en el diluvio. Pero se debe considerar igualmente como cierto que aquellos que padecen la ignorancia de la verdadera religión, cuando esta ignorancia es invencible, no están implicados en culpa alguna por esta cuestión ante los ojos del Señor»[89].

59. La Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston (1949) ofrece ulteriores precisiones: «No se exige siempre, para que uno obtenga la salvación, que esté realmente (reapse) incorporado como miembro de la Iglesia, pero se requiere por lo menos que se adhiera a ella con el voto o el deseo (voto et desiderio). No es necesario por otra parte que este voto sea siempre explícito, como sucede con los catecúmenos, sino que cuando el hombre sufre una ignorancia invencible, Dios acepta también un voto implícito, llamado con este nombre porque está contenido en aquella buena disposición del alma por la que el hombre quiere que su voluntad esté conforme con la voluntad de Dios»[90].

60. La voluntad salvífica universal de Dios, realizada por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo, que incluye la Iglesia como sacramento universal de salvación, encuentra expresión en el Vaticano II: «Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal, y a ella de varios modos pertenecen o se ordenan tanto los fieles católicos como los otros creyentes en Cristo, como finalmente todos los hombres en general llamados por la gracia de Dios a la salvación» (Lumen Gentium 13). Que la mediación única y universal de Jesucristo se realiza en el contexto de una relación con la Iglesia ha sido ulteriormente reiterado por el Magisterio pontificio postconciliar. A propósito de los que no han tenido la oportunidad de llegar a conocer o a acoger la revelación del evangelio, incluso en este caso dice la encíclica Redemptoris missio: «La salvación de Cristo es accesible en virtud de una gracia que tiene una misteriosa relación con la Iglesia»[91].

.4. La necesidad del Bautismo sacramental

61. Dios Padre quiere configurar con Cristo todos los seres humanos mediante el Espíritu Santo, que con su gracia los trasforma y les da fuerza. Ordinariamente esta configuración con Cristo tiene lugar por medio del Bautismo sacramental, mediante el cual el ser humano se conforma con Cristo, recibe el Espíritu Santo, es liberado del pecado y se hace miembro de la Iglesia.

62. Las numerosas afirmaciones bautismales del Nuevo Testamento, en su variedad, articulan las diferentes dimensiones de la significación del Bautismo como fue comprendido por las primeras comunidades cristianas. En primer lugar es designado como perdón de los pecados, como un baño (cf. Ef 5,26), o como una aspersión que purifica el corazón de una mala conciencia (cf. Heb 10,22; 1 Pe 3,21). «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para la remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38; cf. Hch 22,16). Los bautizados de ese modo son configurados con Cristo: «Fuimos pues con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,4).

63. Además, se menciona repetidas veces la actividad del Espíritu Santo en relación con el Bautismo (cf. Tit 3,5). Cristo resucitado actúa mediante su Espíritu, que nos hace hijos de Dios (cf. Rom 8,14), con la confianza de llamar a Dios Padre (cf. Gál 4,6).

64. Por último encontramos afirmaciones en relación con el Bautismo sobre ser «agregados» al pueblo de Dios, ser bautizados «en un solo cuerpo» (Hch 2,41). El Bautismo produce la incorporación del ser humano al pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo espiritual. Pablo habla de ser bautizados «para no formar más que un cuerpo» (1 Cor 12,13). Lucas, por otra parte, de «ser agregados» a la Iglesia por medio del Bautismo (Hch 2,41). Mediante el bautismo el creyente no es sólo un individuo, sino que se hace miembro del pueblo de Dios. Se hace miembro de la Iglesia, a la que Pedro llama «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido» (1 Pe 2,9).

65. La tradición de administrar el Bautismo sacramental se extiende a todos, también a los niños. Entre los testimonios del Nuevo Testamento acerca del Bautismo cristiano, en el libro de los Hechos de los Apóstoles se habla del bautismo de familias enteras (cf. Hch 16,15;16,33;18,8), en las cuales tal vez se hallaban comprendidos también niños. La antigua praxis del Bautismo de los niños[92], sostenida por los Padres y el Magisterio de la Iglesia, es aceptada como parte esencial de la comprensión de la fe de la Iglesia católica. El Concilio de Trento afirma: «Según la tradición apostólica, “también los niños pequeños que todavía no pudieron cometer ningún pecado por sí mismos, son verdaderamente bautizados para remisión de los pecados, a fin de que por la regeneración se limpie en ellos lo que contrajeron por la generación”. Pues “si uno no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5)»[93].

66. La necesidad del sacramento del Bautismo es proclamada y profesada como parte integrante de la comprensión de la fe cristiana. Fundada en el mandato que se encuentra en Mt 28,19s y Mc 16,15 y en la prescripción expuesta en Jn 3,5[94], desde los primeros tiempos la comunidad cristiana ha creído en la necesidad del Bautismo para la salvación. Aun considerando el Bautismo sacramental necesario en cuanto medio ordinario establecido por Jesucristo para configurar consigo a los seres humanos, la Iglesia no ha enseñado nunca la «necesidad absoluta» del Bautismo para la salvación; existen otras vías por las cuales se puede realizar la configuración con Cristo. Ya en la primera comunidad cristiana se aceptaba que el martirio, el «Bautismo de sangre» podía sustituir al Bautismo sacramental. A este propósito son pertinentes las palabras de Tomás de Aquino: «El sacramento del Bautismo puede faltar a alguno de dos maneras. En primer lugar, tanto in re, como in voto; esto acaece en aquellos que no están bautizados ni quieren serlo […]. En segundo lugar, el sacramento del Bautismo puede faltar a alguno in re, pero no in voto […]. Éste puede obtener la salvación, sin estar de hecho bautizado, por el deseo del Bautismo»[95]. El Concilio de Trento reconoce el «Bautismo de deseo» como medio para ser justificado sin haber recibido efectivamente el Bautismo: «Después de la promulgación del evangelio, este paso [del pecado a la gracia] no puede darse sin el baño de la regeneración o su deseo, como está escrito: “si uno no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5)»[96].

67. La afirmación de la fe cristiana acerca de la necesidad del Bautismo sacramental para la salvación no puede ser privada de su significación existencial reduciéndola a una afirmación solamente teórica. Por otra parte, se ha de respetar igualmente la libertad de Dios respecto a los medios de salvación que Él ha dado. Es necesario por tanto evitar todo intento de oponer el Bautismo sacramental, el Bautismo de deseo y el Bautismo de sangre como si fuesen antitéticos. No son más que expresiones de las polaridades creativas en el ámbito de la realización de la voluntad salvífica universal de Dios a favor de la humanidad, que incluye una real posibilidad de salvación y un diálogo salvífico en libertad con la persona humana. Precisamente este dinamismo impulsa a la Iglesia, como sacramento universal de salvación, a llamar a todos al arrepentimiento, a la fe y al bautismo sacramental. Este diálogo de gracia comienza solamente cuando la persona humana es capaz existencialmente de una respuesta concreta; y éste no es el caso de los niños. De ahí la necesidad de que los padres y los padrinos hablen en nombre de los niños que son bautizados. ¿Pero qué podemos decir de los niños que mueren sin bautismo?

2.5. Esperanza y oración por la salvación universal

68. Los cristianos son personas de esperanza. Han puesto su esperanza «en Dios vivo, que es el salvador de todos los hombres, principalmente de los creyentes» (1 Tm 4,10). Desean ardientemente que todos los seres humanos, incluidos los niños no bautizados, puedan participar en la gloria de Dios y vivir con Cristo (cf. 1 Tes 5,9-11; Rom 8,2-5. 23-35), según la recomendación de Teofilacto: «Si Él [nuestro Dios] quiere que todos lo seres humanos se salven, también tú lo debes querer e imitar a Dios»[97]. Esta esperanza cristiana es un esperanza «contra toda esperanza» (Rom 4,18), y va mucho más allá de cualquier forma de esperanza humana. Toma el ejemplo de Abraham, nuestro padre en la fe. Abraham tuvo gran confianza en las promesas que Dios le había hecho. Confió («esperó») en Dios, contra toda evidencia o expectativa humana («contra toda esperanza») (Rom 4,18). Del mismo modo los cristianos, incluso cuando no ven cómo puedan ser salvados los niños no bautizados, con todo se atreven a esperar que Dios les abrazará en su misericordia salvadora. Están también prontos para responder a quien les pida razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 Pe 3,15). Cuando se encuentran con padres afligidos porque sus hijos han muerto antes o después de nacer sin estar bautizados, se sienten movidos a explicar por qué motivos la esperanza en su propia salvación se puede extender a estos niños[98].

69. Los cristianos son personas de oración. Toman en serio la exhortación de Pablo: «Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres» (1 Tm 2,1). Esta oración universal es agradable a Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4), y a cuya potencia creadora «nada es imposible» (Job 42,2; Mc 10,27; 12,24-27; Lc 1,37). Esta oración se apoya en la esperanza de que la creación entera participará finalmente en la gloria de Dios (cf. Rom 8,22-27). Está en sintonía con la exhortación de san Juan Crisóstomo: «Imita a Dios. Si Él quiere que todos se salven, es razonable que uno tenga que rezar por todos»[99]. 3. «Spes orans».

Razones de la esperanza

3.1. El nuevo contexto

70. Los dos capítulos precedentes, que han tratado respectivamente la historia de la reflexión cristiana sobre el destino de los niños no bautizados[100] y los principios teológicos que se refieren a este tema[101], han presentado un claroscuro. Por una parte, de muchas maneras, los principios teológicos subyacentes parecen favorecer la salvación de los niños no bautizados de acuerdo con la voluntad salvífica universal de Dios. Por otra parte, sin embargo, no puede negarse que ha habido una tradición doctrinal más bien prolongada (cuyo valor teológico sin duda no es definitivo), que, en su preocupación por salvaguardar y no comprometer otras verdades del edificio teológico cristiano, ha expresado una cierta reticencia, o incluso, un claro rechazo a considerar la salvación de estos niños. Hay una continuidad fundamental en la reflexión de la Iglesia acerca del misterio de salvación de generación en generación bajo la guía del Espíritu Santo. En este misterio, la cuestión del destino eterno de los niños que mueren sin bautizar es «uno de los más difíciles de resolver en la síntesis teológica»[102]. Es un «caso límite» en el que fácilmente puede parecer que algunos principios vitales de la fe, especialmente la necesidad del Bautismo para la salvación y la voluntad salvífica universal de Dios, están en tensión. Con respeto a la sabiduría y a la fidelidad de los que en el pasado han investigado este difícil problema, pero también con la conciencia clara de que el Magisterio de la Iglesia, en momentos clave de la historia de esta doctrina[103] ha optado específicamente, y tal vez providencialmente, por no definir que estos niños están privados de la visión beatífica, sino por mantener la cuestión abierta, hemos considerado cómo el Espíritu puede guiar a la Iglesia en este punto de la historia para reflexionar de nuevo acerca de este tema particularmente delicado (cf. Dei Verbum 8).

71. El concilio Vaticano II ha llamado a la Iglesia a leer los signos de los tiempos y a interpretarlos a la luz del Evangelio (cf. Gaudium et spes, 4.11), «a fin de que la verdad revelada pueda ser cada vez más profundamente percibida, mejor entendida y ser propuesta en forma más adecuada» (GS 44). Con otras palabras, el compromiso con el mundo por el cual Cristo sufrió, murió y resucitó es siempre para la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, una ocasión para profundizar su comprensión del mismo Señor y de su amor y también de ella misma; una ocasión para penetrar más profundamente el mensaje de salvación que le ha sido confiado. Es posible identificar varios signos de nuestros tiempos modernos que impulsan a una renovada conciencia de aspectos del Evangelio que tienen especial significación para el tema que consideramos. De alguna manera, ofrecen un nuevo contexto para su consideración al comienzo del siglo XXI.

72. a) La guerra y los desórdenes del s. XX y el deseo de paz y de unidad de la humanidad, demostrado en la institución, por ejemplo, de la Organización de las Naciones Unidas, de la Unión Europea, de la Unión Africana, han ayudado a la Iglesia a entender mejor la importancia del tema de la comunión en el mensaje evangélico y por tanto a elaborar una eclesiología de comunión (cf. Lumen gentium 4.9; Unitatis redintegratio 2; Gaudium et spes 12.24).

73. b) Muchas personas luchan hoy contra la tentación de la desesperación. La crisis de la esperanza en el mundo contemporáneo lleva a la Iglesia a una apreciación más profunda de la esperanza, que es central para el Evangelio cristiano: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados» (Ef 4,4). Los cristianos son llamados hoy especialmente a ser testigos y ministros de la esperanza en el mundo (cf. Lumen gentium 48-49; Gaudium et spes 1). La Iglesia en su universalidad y catolicidad es portadora de una esperanza que se extiende a toda la humanidad, y los cristianos tienen la misión de ofrecer a todos esta esperanza.

74. c) El desarrollo de las comunicaciones globales, que dan a conocer en su dramatismo todo el sufrimiento del mundo, ha sido una ocasión para la Iglesia para entender más profundamente el amor, la misericordia y la compasión de Dios, y para apreciar la primacía de la caridad. Dios es misericordioso, y frente a la inmensidad del dolor del mundo, aprendemos a confiar en Dios y a glorificar a «aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podamos pedir o pensar» (Ef 3,20).

75. d) En todas partes las personas se escandalizan a causa del sufrimiento de los niños y quieren que se les dé la posibilidad de realizar sus potencialidades[104]. En esta situación, la Iglesia naturalmente recuerda y reflexiona nuevamente sobre diversos textos neotestamentarios que expresan el amor preferencial de Jesús: «Dejad a los niños […] que vengan a mí, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos» (Mt 19,14; cf. Lc 18,15-16); «El que recibe a un niño como éste en mi nombre a mí me recibe» (Mc 9,37); «Si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3); «Quien se haga pequeño como este niño es el mayor en el reino de los cielos» (Mt 18,4); «El que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una rueda de molino […] y lo hundan en lo profundo del mar» (Mt 18,6); «Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,10). De este modo la Iglesia renueva su compromiso de mostrar el amor y el cuidado que Cristo ha tenido por los niños (cf. Lumen gentium 11; Gaudium et spes 48; 50).

76. e) La difusión de los viajes y de los contactos entre personas de diferentes creencias, y el aumento del diálogo entre personas de diferentes religiones han animado a la Iglesia a desarrollar una mayor conciencia de los variados y misteriosos caminos de Dios (cf. Nostra Aetate 1; 2) y de su propia misión en este contexto.

77. El desarrollo de una eclesiología de comunión, una teología de la esperanza, una apreciación de la misericordia divina, juntamente con una renovada preocupación por el bienestar de los niños y una conciencia creciente de que el Espíritu Santo actúa en la vida de todos «en la forma que Dios conoce» (Gaudium et spes 22), todas estas características de nuestros tiempos modernos constituyen un nuevo contexto para el examen de nuestro tema. Éste podría ser un momento providencial para su reconsideración. Mediante la gracia del Espíritu Santo, la Iglesia en su compromiso por el mundo de nuestro tiempo ha adquirido una más profunda penetración en la revelación de Dios que puede proyectar una nueva luz sobre esta cuestión.

78. La esperanza es el contexto general en el que se colocan nuestras reflexiones y nuestro documento. La Iglesia de hoy responde a los signos de nuestros tiempos con una esperanza renovada por el mundo en general y, con particular referencia a nuestro tema, por los niños que mueren sin bautismo[105]. Tenemos que dar razón de nuestra esperanza aquí y ahora (cf. 1 Pe 3,15). Aproximadamente en los últimos cincuenta años, el Magisterio de la Iglesia ha mostrado una creciente apertura a la posibilidad de salvación para los niños no bautizados, y el sensus fidelium parece haberse desarrollado en la misma dirección. Los cristianos experimentan constantemente, y de manera especialmente fuerte en la liturgia, la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte[106], la infinita misericordia de Dios y la comunión de amor de los santos en el cielo, y todo esto refuerza nuestra esperanza. En la liturgia se renueva constantemente la esperanza que está en nosotros, y que debemos proclamar y explicar; y, partiendo de esta experiencia de esperanza, se pueden ofrecer ahora diversas consideraciones.

79. Se ha de reconocer claramente que la Iglesia no tiene un conocimiento cierto de la salvación de los niños que mueren sin Bautismo. Conoce y celebra la gloria de los Santos Inocentes, pero en general el destino de los niños no bautizados no nos ha sido revelado, y la Iglesia enseña y juzga solamente en relación con lo que ha sido revelado. Pero lo que sabemos de Dios, de Cristo y de la Iglesia nos da motivos para esperar en su salvación, como tenemos que explicar a continuación.

3.2. La filantropía misericordiosa de Dios

80. Dios es rico en misericordia, dives in misericordia (Ef 2,4). La liturgia bizantina alaba muy frecuentemente la filantropía de Dios; Dios es «amante de los hombres»[107]. Además, el proyecto del amor de Dios, ahora revelado por medio del Espíritu, va más allá de nuestra imaginación: «lo que Dios preparó para los que le aman» es «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó» (1 Cor 2.9-10, que cita Is 64,4). Los que lloran por el destino de los niños que mueren sin Bautismo, sobre todo sus padres, son personas que aman a Dios, que deberían ser consoladas por estas palabras. Se pueden hacer en particular las siguientes observaciones:

81. a) La gracia de Dios llega a todo ser humano y su providencia abraza a todos. El Concilio Vaticano II enseña que Dios no niega la «ayuda necesaria para la salvación» a aquellos que, sin culpa por su parte, todavía no han llegado a un explícito conocimiento de Dios, pero que, con la ayuda de la gracia, «se esfuerzan por conseguir una vida recta». Dios ilumina a todos «para que al fin tengan la vida» (cf. Lumen gentium 16). El Concilio enseña además que la gracia «obra de modo invisible» en el corazón de todos los hombres de buena voluntad (Gaudium et spes 22). Estas palabras se aplican directamente a quienes han alcanzado la edad de la razón y que toman decisiones responsables, pero es difícil negar su aplicabilidad también a los que no han alcanzado el uso de la razón. La siguiente afirmación, en particular, parece tener un alcance universal: «Cristo murió por todos, y la vocación última del hombre en realidad es una sola, es decir, divina (cumque vocatio hominis ultima revera una sit, scilicet divina) ; por ello debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios conocida, sean asociados al misterio pascual» (Gaudium et spes 22). Esta profunda afirmación del Vaticano II nos lleva al corazón del proyecto de amor de la Santísima Trinidad y pone de relieve que el proyecto de Dios supera la comprensión humana.

82. b) Dios no nos pide cosas imposibles[108]. Además, la potencia de Dios no se limita a los sacramentos. «Deus virtutem suam non alligavit sacramentis quin possit sine sacramentis effectum sacramentorum conferre» (Dios no ató su poder a los sacramentos, y por eso puede conferir el efecto de los sacramentos sin los sacramentos)[109]. Dios puede por tanto dar la gracia del Bautismo sin que el sacramento sea administrado, un hecho que debería ser especialmente recordado cuando la administración del Bautismo fuera imposible. La necesidad de los sacramentos no es absoluta. Lo que es absoluto es la necesidad para la humanidad del Ursakrament (sacramento primordial) que es Cristo mismo. Toda la salvación viene de él, y por tanto, de alguna manera, a través de la Iglesia[110].

83. c) En todo momento y en toda circunstancia Dios ofrece un remedio de salvación para la humanidad[111]. Ésta fue la enseñanza de Tomás de Aquino[112], y ya antes de él la de Agustín[113] y León Magno[114]. Se encuentra también en Cayetano[115]. El Papa Inocencio III se centró especialmente en la situación de los niños: «No van a perecer los niños, de los que cada día muere una multitud tan grande, sin que también para ellos, el Dios misericordioso, que no quiere que nadie se pierda, haya procurado algún remedio para la salvación […] Decimos que se ha de distinguir. Hay un doble pecado, el original y el actual: el pecado original se contrae sin consentimiento, y el actual se comete con consentimiento. El pecado original, por tanto, que se contrae sin consentimiento, sin consentimiento se perdona en virtud del sacramento [del Bautismo]»[116]. Inocencio III defendía el Bautismo de los niños en cuanto medio dado por Dios para la salvación de los muchos niños que mueren todos los días. Nos podemos preguntar, con todo, a la luz de una aplicación más atenta de este mismo principio, si Dios no ofrece también algún remedio para aquellos niños que mueren sin Bautismo. No se trata en modo alguno de negar la enseñanza de Inocencio III, según la cual los que mueren con el pecado original están privados de la visión beatífica[117]. Lo que podemos preguntarnos y nos preguntamos es si los niños que mueren sin bautismo necesariamente mueren con el pecado original, sin un remedio divino.

84. Confiando en que Dios provee en todas las circunstancias, ¿como podríamos imaginar este remedio? Se enumeran algunos caminos mediante los cuales los niños que mueren sin Bautismo pueden tal vez ser unidos a Cristo.

85. a) En general, podemos descubrir en estos niños que sufren y mueren una conformidad salvífica con Cristo en su propia muerte, una intimidad con Él. Cristo mismo, en su muerte, ha soportado el peso del pecado y de la muerte de toda la humanidad, y todo sufrimiento y muerte desde entonces es un combate contra su mismo enemigo (cf 1 Cor 15,26), una participación en su misma batalla, en medio de la cual lo podemos encontrar junto a nosotros (cf. Dan 3,24-25 [91-92]; Rom 8,31-39; 2 Tm 4,17). Su resurrección es la fuente de la esperanza de la humanidad (cf 1 Cor 15,20); sólo en Él tenemos vida en abundancia (cf. Jn 10,10); y el Espíritu Santo ofrece a todos la participación en su misterio pascual (cf. Gaudium et spes 22).

86. b) Algunos de los niños que sufren y mueren son víctimas de la violencia. En su caso, teniendo como referencia el ejemplo de los Santos Inocentes, podemos descubrir una analogía con el bautismo de sangre que otorga la salvación. Aunque de un modo inconsciente, los Santos Inocentes sufrieron y murieron por Cristo; sus verdugos trataban de matar al Niño Jesús. Como los que quitaron la vida a los Santos Inocentes estaban motivados por el miedo y el egoísmo, igualmente la vida de los niños de hoy, de manera especial los que están todavía en el seno materno, con frecuencia se encuentra amenazada por el miedo o el egoísmo de otros. En este sentido, se encuentran en solidaridad con los santos Inocentes. Más todavía, se encuentran en una situación de solidaridad con Cristo, que ha dicho: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Es vital para la Iglesia proclamar la esperanza y la generosidad que son intrínsecas al Evangelio y esenciales para la protección de la vida.

87. c) Es posible también que Dios simplemente actúe para conceder el don de la salvación a niños no bautizados en analogía con el don de la salvación concedido sacramentalmente a los niños bautizados[118]. Tal vez podamos comparar este caso al don inmerecido de Dios a María en su Inmaculada Concepción, mediante el cual actúa simplemente para darle anticipadamente la gracia de la salvación en Cristo.

3.3 Solidaridad con Cristo

88. Existe una unidad y solidaridad fundamentales entre Cristo y todo el género humano. Mediante su encarnación, el Hijo de Dios se ha unido, de alguna manera (quodammodo), a todo ser humano (cf. Gaudium et spes 22)[119]. Por consiguiente, no existe ninguna persona que no esté afectada por el misterio del Verbo hecho carne. La humanidad, e incluso la creación entera, han sido objetivamente cambiadas por el hecho de la encarnación, y objetivamente salvados por el sufrimiento, la muerte y la resurrección de Cristo[120]. Sin embargo, hace falta apropiarse subjetivamente de esta salvación objetiva (Hch 2,37-38; 3,19), normalmente mediante el ejercicio personal de la voluntad libre a favor de la gracia en los adultos, con o sin el Bautismo sacramental, o, en el caso de los niños, por la recepción del Bautismo sacramental. La situación de los niños no bautizados es problemática precisamente porque se presume su falta de voluntad libre[121]. Su situación suscita el interrogante acerca de la relación entre la salvación objetiva obtenida por Cristo y el pecado original, y también la pregunta acerca del alcance exacto del término conciliar quodammodo.

89. Cristo ha vivido, muerto y resucitado por todos. La enseñanza de Pablo es que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble […] y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor» (Flp 2,10-11); «porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos»; «todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Dios» (Rom 14,9-11). Del mismo modo la enseñanza de Juan subraya que «el Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre (Jn 5,22-23); «Y toda criatura del cielo, de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, todo lo que hay en ellos, oí que respondían: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos”» (Ap 5,13).

90. La Escritura relaciona a toda la humanidad sin excepción con Cristo. Uno de los mayores puntos débiles de la visión tradicional del limbo es que no queda claro si las almas tienen o no allí una relación con Cristo; parece deficiente el cristocentrismo de esta doctrina. Según algunas opiniones, parece que las almas en el limbo poseen una felicidad natural que pertenece a un orden diferente del orden sobrenatural en el que las personas eligen por o contra Cristo. Parece que ésta sea una característica de la doctrina de Tomás de Aquino, aunque Suárez y los escolásticos posteriores ponían de relieve que Cristo restaura la naturaleza humana (su gracia es gratia sanans, que cura la naturaleza humana) y con ello hace posible la felicidad natural que Santo Tomás atribuía a las almas en el limbo. Los escolásticos tardíos de esta manera han considerado tres posibles destinos (al menos en la práctica, ya que en principio hubieran podido aceptar sólo dos destinos: cielo e infierno), y entendieron, contra Agustín, que era por la gracia de Cristo por lo que numerosos niños estaban en el limbo y no el infierno

91. ¡Donde abundó el pecado la gracia ha sobreabundado! Ésta es la enseñanza enfática de la Escritura, pero la idea del limbo parece limitar esta sobreabundancia. «Con el don no sucede como con el delito. Si por el delito de uno solo murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos»; «Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de la justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida»; «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,15.18.20). «Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Cor 15,22). Es verdad que la Escritura nos habla de nuestra solidaridad con Adán en el pecado, pero se trata del trasfondo sobre el que se coloca la enseñanza de nuestra solidaridad con Cristo en la salvación. «La doctrina del pecado original es, por así decirlo, el “reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo»[122]. En muchas interpretaciones tradicionales del pecado y de la salvación (y del limbo) se ha colocado el acento más en la solidaridad con Adán que en la solidaridad con Cristo, o al menos se ha presentado una concepción restrictiva de las vías a través de las cuales los seres humanos se benefician de la solidariedad con Cristo. Ésta parece haber sido, en particular, una característica del pensamiento de Agustín[123]: Cristo salva a pocos elegidos de la masa de los condenados en Adán. La enseñanza de san Pablo nos impulsa a restablecer el equilibrio y a poner en el centro de la humanidad a Cristo salvador, al cual todos, en cierto modo, están unidos[124]. «El que es “imagen del Dios invisible”[125], es el hombre perfecto, que ha devuelto a los hijos de Adán la semejanza divina, deformada desde el primer pecado. Puesto que en él la naturaleza humana ha sido asumida, pero no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a una dignidad sublime» (Gaudium et spes 22). Deseamos subrayar que la solidaridad de la humanidad con Cristo (o, más precisamente, la solidaridad de Cristo con la humanidad) debe tener prioridad sobre la solidaridad con Adán, y que es en esta óptica en la que hay que abordar el problema del destino de los niños que mueren sin bautizar.

92. «Él es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles […] Todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia: Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo» (Col 1, 15-18). El plan de Dios es «hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,10). Se da un renovado aprecio del gran misterio cósmico de la comunión en Cristo. Éste es en realidad el contexto fundamental en el que se coloca nuestro tema. 93. Pero no obstante, los seres humanos han sido bendecidos con la libertad, y la libre aceptación de Cristo es el medio ordinario de salvación. No nos salvamos sin nuestra aceptación y ciertamente no contra nuestra voluntad. Todos los adultos, implícita o explícitamente toman una decisión respecto a Cristo que se ha unido a ellos (cf. Gaudium et spes 22). Algunos teólogos modernos piensan que la opción por o contra Cristo está implicada en todas nuestras decisiones. Pero es precisamente la ausencia de libre albedrío y de elección responsable de parte de los niños la que lleva a la pregunta de cómo se encuentran frente a Cristo si mueren sin bautismo. El hecho de que los niños pueden gozar de la visión de Dios está reconocido en la praxis de su bautismo. La opinión tradicional es que sólo mediante el bautismo sacramental estos niños se encuentran en solidaridad con Cristo y por ello pueden acceder a la visión de Dios. Si no están bautizados, la solidaridad con Adán tendría la prioridad. Pero podemos preguntarnos cómo se vería modificada esta teoría si se restableciera la prioridad de nuestra solidaridad con Cristo (es decir, de la solidaridad de Cristo con nosotros).


94. El Bautismo para la salvación puede ser recibido in re o in voto. Se ha entendido tradicionalmente que la decisión implícita por Cristo que pueden hacer los adultos constituye un votum o deseo del Bautismo y hace posible la salvación. En la visión tradicional, esta opción no está abierta para los niños que no han alcanzado el uso del libre arbitrio. La presunta imposibilidad del Bautismo in voto para los niños es central para toda la cuestión. Por ello, en los últimos tiempos se han realizado numerosas tentativas para explorar la posibilidad de un votum en el caso de un niño no bautizado, un votum expresado en nombre del niño por sus padres o por la Iglesia[126], o tal vez un votum realizado de alguna manera por el niño[127]. La Iglesia nunca ha excluido esta posibilidad, y los intentos de que el Vaticano II se pronunciara contra esta hipótesis significativamente no prosperaron, a causa de la conciencia generalizada de que la investigación en esta materia estaba todavía en curso, y también del deseo generalizado de confiar a estos niños a la misericordia de Dios.

95. Es importante reconocer una «doble gratuidad» que nos llama a la existencia y al mismo tiempo nos llama a la vida eterna. Aunque se pueda concebir un orden puramente natural, de hecho ninguna vida humana se vive en este orden. El orden actual es sobrenatural; desde el primer momento de cada vida humana se abren canales de gracia. Todos los seres humanos nacen con la humanidad asumida por Cristo mismo, y todos, en todo momento, viven en algún tipo de relación con Él, explicitada en diversos grados (cf. Lumen gentium 16), y aceptada también de modo diverso. Hay dos posibles destinos finales para el ser humano en este orden sobrenatural: o la visión de Dios o el infierno (cf. Gaudium et spes 22). Aunque algunos teólogos medievales mantuvieron la posibilidad de un destino intermedio, natural, obtenido por la gracia de Cristo (gratia sanans), o sea el limbo[128], consideramos que esta solución es problemática y deseamos indicar que otras soluciones son posibles, fundadas en la esperanza de una gracia redentora dada a los niños que mueren sin bautizar que les abre el camino del cielo. Creemos que, con el desarrollo de la doctrina, la solución del limbo puede ser superada para dar lugar a una mayor esperanza teologal.

3.4 La Iglesia y la comunión de los santos

96. Puesto que todos los hombres viven en alguna forma de relación con Cristo (cf. Gaudium et spes 22) y que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, todos viven también de algún modo en relación con la Iglesia. Ésta tiene una profunda solidaridad o comunión con el conjunto de la humanidad. Vive en una orientación dinámica a la plenitud de la vida con Dios en Cristo (cf. Lumen gentium cap. 7), y quiere atraer a todos a esta plenitud de vida. La Iglesia es, en efecto, el «sacramento universal de salvación» (Lumen gentium 48; cf. 1; 9). La salvación es social (cf. Gaudium et spes 12) y la Iglesia vive ya la vida de gracia de la comunión de los santos a la cual todos son llamados, e incluye a todos los seres humanos en toda circunstancia en sus oraciones, especialmente cuando celebra la Eucaristía. La Iglesia incluye en su oración a los adultos no cristianos y a los niños no bautizados que mueren. Es significativo que, después del Vaticano II, se haya puesto remedio a la carencia de plegarias litúrgicas por los niños que mueren sin bautizar que existía antes del Concilio[129]. Unida por un sensus fidei común (Lumen gentium 12) la Iglesia se abre hacia toda persona sabiendo que todos son amados por Dios. Uno de los motivos por el que no obtuvieron resultado los intentos de hacer que el Vaticano II enseñara que los niños no bautizados están definitivamente privados de la visión de Dios[130] fue el testimonio de obispos de que ésta no era la fe de su pueblo; no correspondía al sensus fidelium.

97. San Pablo enseña que el cónyuge no creyente de un cristiano es «santificado» por el marido o la mujer creyentes, y que sus hijos son «santos» (1 Cor 7,14). Es una indicación elocuente de que la santidad que reside en la Iglesia alcanza a las personas que están fuera de sus confines visibles mediante los lazos de la comunión humana, en este caso los lazos familiares entre marido y mujer en el matrimonio, y entre padres e hijos. San Pablo presupone que el cónyuge y el hijo de un cristiano creyente, en virtud de este hecho, tienen al menos una conexión con la pertenencia a la Iglesia y la salvación; su situación familiar «comporta una cierta introducción en la Alianza»[131]. Las palabras de Pablo no aseguran la salvación para el cónyuge no bautizado (cf. 1 Cor 7,16) o para el hijo, pero ciertamente, una vez más, ofrecen motivos para la esperanza.

98. Cuando un niño es bautizado, no puede hacer personalmente una profesión de fe. En este momento son más bien los padres y la Iglesia toda los que ofrecen un contexto de fe a la acción sacramental. En efecto, san Agustín enseña que es la Iglesia la que presenta al niño al bautismo[132]. La Iglesia confiesa su fe e intercede con fuerza por el niño, realizando el acto de fe del que el niño es incapaz de hacer. Una vez más los lazos de la comunión, a la vez natural y sobrenatural, son activos y manifiestos. Si un niño no bautizado es incapaz de un votum baptismi, en virtud de los mismos lazos de comunión, la Iglesia puede tal vez interceder por el niño y formular en su nombre un votum baptismi eficaz ante Dios. Además, la Iglesia de hecho formula este votum en la liturgia, por la misma caridad para con todos que se renueva en cada celebración de la Eucaristía.

99. Jesús ha enseñado: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5); de ahí hemos entendido la necesidad del Bautismo sacramental[133]. Jesús ha dicho también: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,53); y de ahí hemos entendido la necesidad (relacionada estrechamente con la anterior) de la participación en la Eucaristía. No obstante, del mismo modo que de este segundo texto no concluimos que quien no ha recibido el sacramento de la Eucaristía no puede salvarse, no deberíamos deducir del primero que quien no ha recibido el sacramento del Bautismo no puede alcanzar la salvación. Lo que debemos concluir es que nadie se puede salvar sin relación alguna con el Bautismo y la Eucaristía, y por tanto con la Iglesia, definida por estos sacramentos. Toda salvación tiene alguna relación con el Bautismo, la Eucaristía y la Iglesia. El principio según el cual «no hay salvación fuera de la Iglesia» significa que no hay salvación que no provenga de Cristo y que no sea eclesial por su misma naturaleza. Igualmente, la enseñanza de la Escritura según la cual «sin la fe es imposible agradar [a Dios]» (Heb 11,6) indica la función intrínseca de la Iglesia, la comunión de fe, en la obra de la salvación. Esta función se manifiesta sobre todo en la liturgia de la Iglesia, en cuanto ésta ruega e intercede por todos, incluidos los niños que mueren sin bautizar.

3.5 Lex orandi, lex credendi

100. Antes del Vaticano II, en la Iglesia latina, no había un rito de exequias para los niños no bautizados, que eran sepultados en tierra no consagrada. En rigor tampoco existía un rito fúnebre por los niños bautizados, aunque en este caso se celebraba una Misa de Ángeles, y naturalmente se les daba sepultura cristiana. Gracias a la reforma litúrgica postconciliar, el Misal Romano contiene ahora una Misa por los niños que mueren sin bautismo, y además se encuentran plegarias especiales para este caso en el Ordo exequiarum. Aunque en ambos casos el tono de las plegarias sea particularmente cauto, de hecho hoy la Iglesia expresa en la liturgia la esperanza en la misericordia de Dios a cuyo cuidado amoroso es confiado el niño. Esta oración litúrgica refleja y a la vez da forma al sensus fidei de la Iglesia latina acerca del destino de los niños que mueren sin bautismo: lex orandi, lex credendi. Es significativo que en la Iglesia Católica griega haya solamente un rito fúnebre para los niños, bautizados o no, y la iglesia ruega por todos los niños difuntos para que puedan ser acogidos en el seno de Abraham, donde no hay dolor ni angustia, sino sólo vida eterna.

101. «En cuanto a los niños muertos sin Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (1Tim 2,4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: “Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis” (Mc 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo»[134].

3.6 Esperanza

102. En la esperanza de la que la Iglesia es portadora para toda la humanidad y que desea proclamar de nuevo al mundo de hoy, ¿hay una esperanza para la salvación de los niños que mueren sin Bautismo? Hemos examinado de nuevo atentamente esta compleja cuestión con gratitud y respeto por las respuestas dadas en el curso de la historia de la Iglesia, pero también con la conciencia de que nos toca a nosotros dar una respuesta coherente para el momento actual. Reflexionando dentro de la única tradición de fe que une a la Iglesia a través de los tiempos y confiándonos completamente a la guía del Espíritu Santo que, según la promesa de Jesús, conduce a sus seguidores «a la verdad entera» (Jn 16,13), hemos tratado de leer los signos de los tiempos y de interpretarlos a la luz del Evangelio. Nuestra conclusión es que los muchos factores que hemos considerado ofrecen serias razones teológicas y litúrgicas para esperar que los niños que mueren sin bautismo serán salvados y podrán gozar de la visión beatífica. Subrayamos que se trata de motivos de esperanza en la oración, más que de conocimiento cierto. Hay muchas cosas que simplemente no nos han sido reveladas (cf. Jn 16,12). Vivimos en la fe y en la esperanza en el Dios de misericordia y de amor que nos ha sido revelado en Cristo, y el Espíritu nos mueve a orar en acción de gracias y alegría constantes (cf. 1 Tes 5,18).

103. Lo que nos ha sido revelado es que el camino de salvación ordinaria pasa a través del sacramento del Bautismo. Ninguna de las consideraciones arriba expuestas puede ser aducida para minimizar la necesidad del Bautismo ni para retrasar su administración[135]. Más bien, como queremos confirmar en esta conclusión, nos ofrecen poderosas razones para esperar que Dios salvará a estos niños cuando nosotros no hemos podido hacer por ellos lo que hubiéramos deseado hacer, es decir, bautizarlos en la fe y en la vida de la Iglesia.

Notas

[1] Los textos bíblicos citados en este documento están sacados de la Biblia de Jerusalén. Con todo, en algunas ocasiones se ha cambiado la traducción para respetar las opciones del original.
[2] Cf. Commissione Teologica Internazionale, Comunione e servizio. La persona umana creata a immagine di Dio, Città del Vaticano 2005.
[3] «Belén, no estés triste, anímate ante la muerte de los santos niños, porque ellos, como víctimas perfectas, han sido ofrecidos a Cristo Soberano, inmolados por él, reinarán con él»: Exapostiliarion del Orthros (Maitines) de la liturgia bizantina del 29 de diciembre (Memoria de los santos niños muertos por Herodes), en Anthologion di tutto l’anno, vol. 1, Roma 1999, 1199
[4] Congregación para la Doctrina de la Fe, Pastoralis Actio, n. 13, en AAS 72 (1980) 1144.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 1261.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, 1058.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, 1821.
8] Cf. Gn 22,18; Sab 8,1; Hch 14,17; Rom 2,6-7; 1 Tm 2,4; Sínodo de Quiercy, en H. Denzinger-P. Hünermann, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum, Definitionum et Declarationum, Barcelona 1999 [en adelante DH]; cf. también Nostra aetate 1.
[9] Las traducciones del Concilio Vaticano II son del traductor.
[10] Cf. Sínodo de Quiercy (DH 623).
[11] Cf. D. Weawer, «TheExegesis of Romans 5:12 among the Greek Fathers and its Implication for the Doctrine of Original sinn: The 5th – 12th Centuries», en ST. Vladimir’s Theological Quarterly 29 (1985) 133-159; 231-257.
[12] (Pseudo-)Atanasio, Quaestiones ad Antiochum ducem, q. 81 (PG 28,660C). Análogamente en q.115 (PG 28,672A).
[13] Anastasio del Sinaí, Cuestiones et responsiones, q. 81 (PG 89,709C).
[14] Cf. Gregorio de Nisa, De infantibus prameture abreptis libellum, ab H. Polack ad editionem praeparatum in colloquio Leidensi testimoniis instructum renovatis curis recensitum edendum curavit H. Hörner, in J.K. Downing – J.A. McDonough – H. Hörner (ed. cur.), Gregorii Nysseni opera dogmatica minora, Pars II, W. Jaeger – H. Langerbeck – H. Hörner (eds.), Gregorii Nysseni opera, volumen III, Pars II, Leiden – New York – Kobenhavn – Köln, 1987, 65-97.
[15] Ib. 70
16] Ib. 81-82.
[17] Ib. 83.
[18] Ib. 96
19] Ib. 97.
[20] Gregorio Nacianceno, Oratio XL. In sanctum baptisma, 23 (PG 36, 389BC).
21] Anastasio del Sinaí, Quaestiones et responsiones, q. 81 (PG 89,709C).
[22] Cf. Pelagio, Expositio in Epistolam ad Romanos, en Expositiones XIII epistolarum Pauli, A. Souter (ed.), Cambridge, 1926.
[23] Agustín, Epistula 156 (CSEL 44,448s); 175,6 (CSEL 44,660-662); 176,3 (44,666s); De peccatorum meritis et remissione et de baptismo parvulorum 1,20,26; 3,5.11-6.12 (CSEL 60, 25s; 137-139); De gestis Pelagii 11, 23-24 (CSEL 42,76-78).
[24] Cf. De pecc. mer. 1,15,21 (CSEL 60,20s); Sermo 294,3 (PL 38,1337); Contra Iulianum 5,11,44 (PL 44,809).
[25] Cf. De pecc. mer. 1,34,63 (CSEL 60,63s).
[26] Cf. De gratia Christi et de peccato originali 2,40,45 (CSEL 42,202s) ; De nuptiis et concupiscentia 2,18,33 (CSEL 42,286s).
[27] Cf. Sermo 293,11 (PL 38,1134).
[28] Cf. De pecc. mer. 1,9-15,20 (CSEL 60,10-20).
[29] «Cur ergo pro illis Christus mortuus est si non sunt rei?», en De nup. et conc. 2,23,56 (CSEL 42,513). [
30] Cf. Sermo 293,8-11 (PL 38,1333s).
[31] Sermo 294,3 (PL 38,1337).
[32] De pecc. mer. 1,28,55 (CSEL 60,54).
[33] Enchiridion ad Laurentium 93 (PL 40,275); cf. De pecc. mer. 1,16,21 (CSEL 60, 20s).
[34] C. Iul. 5,11,44 (PL 44,809).
[35] Cf. Conta Iulianum opus imperfectum 4,122 (CSEL 85,141-142). [
36] Contra duas Epistolas Pelagianorum 2,7.13 (CSEL 60,474). [
37] Sermo 294,7,7 (PL 38,1339).
[38] Después de haber enseñado la voluntad salvífica de Dios hasta el comienzo de la controversia pelagiana (De Spiritu et litera 33,57-58 [CSEL 60,215s]), Agustín ha limitado más tarde en modos diversos la universalidad del «todos» en 1 Tm 2,4; todos aquellos (y solamente aquellos) que serán efectivamente salvados; todas las categorías (hebreos y gentiles), no todas las personas individuales; muchos, o sea no todos (Enchir. 103 [PL 40,280]; C. Iul. 4,8,44 [PL 44,760]). A diferencia del jansenismo, no obstante, Agustín ha enseñado siempre que Cristo ha muerto por todos, incluso los niños («Numquid [parvuli] aut homines non sunt ut non pertineant ad id quod dictum est, omnes homines [1 Tm 2,4]?»; C. Iul. 4,8,42 [PL 44,759], cf. C. Iul. 3,25,58 [PL 44,732]; Sermo 293,8 [PL 38,1333]), y que Dios no manda cosas imposibles (De civitate Dei 22,2 [CSEL 40,583-585]; De natura et gratia 43,50 [CSEL 60,270]; Retractaciones 1,10,2 [PL 32,599]. Para un análisis más profundo de este tema, véase F. Moriones (ed.), Enchiridion theologicum Sancti Augustini, Madrid 1961, 327s y 474-481.
[39] Cf. Enchir. 94-95 (PL 40,275s); De nat. et grat. 3,3-55 (PL 44,249s).
[40] DH 223. Esta enseñaza fue recogida por el Concilio de Trento: Concilio de Trento, sesiónquinta, Decreto sobre el pecado original [DS 1514].
[41] DH 224: «Item placuit, ut si quis dicit, ideo dixisse Dominum: “ In domo Patris mei mansiones multae sunt” (Io 14,2), ut intelligatur, quia in regno caelorum erit aliquis medius au ullus alicubi locus, ubi beati vivant parvuli, qui sine baptismo ex hac vita migrarunt, sine quo in regnum caelorum, quod est vita aeterna, intrare non possunt, anatema sit». Cf. C. Munier (ed.) , ConciliaAfricae A. 345 – A. 525, Turnhout 1974, 70. Este canon está presente en algunos manuscritos, pero no en otros. No lo ha recogido el Indiculus. Cf DH 238-249.
[42] Gregorio Magno, Moralia 9,21, en el comentario a Job 9,17 (PL 75,877). Véase también Moralia 12,9 (PL 75,992-993) y 13,44 (PL 75,1038).
[43] Cf. Anselmo de Canterbury, De conceptu virginali et de originali peccato, cap. 28 (F.S. Schmitt [ed.], t. II, 170-171
44] Cf. Hugo de San Víctor, Summa Sententiarum, trac. V, cap. 6 (PL 176, 132
45] Cf. Pedro Abelardo, Commentaria in Epistolam Pauli ad Romanos, liber II [5,9] (Corpus Chtistianorum, Continuatio Mediaevalis 11,169-170
46] Cf. Pedro Lombardo, Sententiae, lib. II, dist. 33, cap. 1,I (I. Brady [ed.], t. I/2 , Grottaferrata 1971,520).
[47] Cf. Inocencio III, Carta a Imberto, arzobispo de Arlés, Maiores Ecclesiae causas (DH 780): «Poena originalis peccati est carentia visionis Dei, actualis vero poena peccati est gehennae perpetuae cruciatus» («La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno»).Esta tradición teológica identificaba con los «tormentos del infierno» las penas aflictivas, tanto sensibles como espirituales; cf. Tomás de Aquino, IV Sent., dist. 44,q.3,a.3, qla 3; dist. 50, q. 2,a.3.
[48] Concilio II de Lyon, Profesión de fe de Miguel Paleólogo (DH 852); Juan XXII, Carta a los armenios, Nequaquam sine dolore (DH 926); Concilio de Florencia, Decreto Laetentur caeli (DS 1306).
[49] Tomás de Aquino, II Sent., dist. 33, q.2,a.2; De malo, q. 5, a. 3; J. Duns Escoto, Lectura II, dist. 33, q. un.; Ordinario II, dist. 33, q. un.
[50] Tomás de Aquino, De malo, q. 5, a. 3: «Anime puerorum […] carent supernaturali cognitione que hic in nobis per fidem plantatur, eo quod nec hic fidem habuerunt in actu, nec sacramentum fidei susceperunt […]. Et ideo se privari tali bono anime puerorum non cognoscunt, et propter hoc non dolent». Cf. ib. ad 4, ed. Leonina, vol. 23, 136.
[51] Roberto Bellarmino, De amissione gratiae, VI, c. 2 y c. 6, en Opera, vol. 5, Paris 1873, 458; 470.
[52] Cf. Paulo III, Alias cum felicitate (23 de septiembre de 1535) en J. Laurentii Berti Florentini, Opus de theologicis disciplinis, vol. V, Venetiis, Ex Typographia Remondiniana, 1970, 36; Paulo III, Cum alias quorumdam (11 de marzo de 1538), vol. I, ib., 167-168; Benedicto XIV, Dumpraeteritomense (31 de julio de 1748); Non sine magno (30 de diciembre de 1750); Sotto il 15 di luglio (12 de mayo de 1751, en Benedicti XIV Acta sive nondum sive sparsim edita nunc autem primum collecta cura Raphaelis de Martinis, Neapoli 1894, vol. I, 554-557; col. II. 74 y 412-413. Para otros textos y referencias, cf. G. J. Dyer, The Denial of Limbo and the Jansenist Controversy, Mundelein (Illinois) 1955, 139-159; en particular véase, en las pp. 139-142, la relación de las discusiones en el pontificado de Clemente XIII en 1758-1759, según el manuscrito 1485 de la Biblioteca Corsiniana, Roma, 41.C.15 («Cause trattate nella S. C. del Sant’Uffizio di Roma dal 1733 al 1761»).
[53] Pío VI, Bula Auctorem fidei (DS 2626). Sobre este tema cf. G.J. Dyer, The Denial of Limbo and the Jansenist Controversy, 159-170.
54] Schema reformatum constitutionis dogmaticae de doctrina catholica, cap. V, n. 6, in Acta et Decreta Sacrorum Conciliorum Recentiorum, Collectio Lacensis, t. 7, Friburgi Brisgoviae, 1890, 565.
[55] Para una reseña de la discusión y de algunos nuevas soluciones propuestas antes del Concilio Vaticano II, cf. Y. Congar, «Morts avant l’aurore de la raison», en Vaste monde ma paroisse: Verité et dimensions d Salut, Paris 1959, 147-183; G.J. Dyer, Limbo. Unsettled Question, New York 1964, 93-182 (con una amplia bibliografía en las pp. 192-196); W.A. van Roo, «InfantsDying without Baptism: a Survey of Recent Literature and Determination of the State of the Question», en Gregorianum 35 (1954) 406-473; A. Michel, Enfants morts sans baptême, Paris 1954; C. Journet, La volonté divine salvifique sur les petits enfants, Paris 1958; L. Renwart, «Le baptème des enfants et les limbes», en Nouvelle Revue Théologique 80 (1958) 449-467 ; H. de Lavalette, «Autour de la question des enfants morts sans baptême», ib. 82 (1960) 56-69 ; P. Gumpel, «UnbaptizedInfants: May They be Saved», en The Downside Review 72 (1954) 342-358 ; Id., «UnbaptizedInfants : A Further Report», en ib. 73 (1955) 317-346 ; V. Wilkin, From Limbo to Heaven : An Essay on the Economy of Redemption, New York 1961. Después del Vaticano II: E. Boismard, Réflexionssur le sort des enfants mots sans baptême, Paris 1974.
[56] Para las referencias, cf. G. Alberigo (dir.), Storiadel Concilio Vaticano II, vol. I: A. Melloni (ed.), Il cattolicesimo verso una nuova stagione. L’annunzio e la preparazione: gennaio 1959-settembre 1962, Bologna 1995, 236-262; 329-332.
[57] DH 1349.
[58] Sobre estas propuestas y los interrogantes que suscitaban, cf. G.J. Dyer, The Denial of Limbo, 102-122.
[59] Pío XII, «Allocuzione al Congresso dell’Unione Cattolica Italiana delle Ostetriche», en AAS 43 (1951) 841.
[60] Cf. Pío XII, Carta encíclica Humani generis, en AAS 42 (1950) 570: «Alii veram “gratuitatem” ordinis supernaturalis corrumpunt, cum autumnent Deum entia intellectu praedita condere non posse, quin eadem ad beatificam visionem ordinet et vocet» (cf. DH 3891).
[61] Cf. Lumen gentium 15-16; Nostra aetate 1; Dignitatis humanae 11; Ad gentes 7.
[62] Cf. por ejemplo, entre otros, las observaciones de K. Rahner, «DiebleibendeBedeutung des II Vatikanischen Konzils», en Id., Schriften zur Theologie, B. XIV, Zürich-Köln-Einsiedeln 1980, 314-316. Con matices diversos: J. - H. Nicolas, Synthèse Dogmatique. De la Trinité à la Trinité, Freibourg-Paris 1985, 848-853. Cf. también las observaciones de J. Ratzinger, que, como teólogo privado, expresó sus consideraciones en V. Messori a colloquio con il cardinale J. Ratzinger, Rapportosullafede, Cinisello Balsamo (Mi) 1985,154-155.
[63] Cf. más arriba la nota 38.
[64] Pío IX, Cartaencíclica Quanto conficiamur, 10 de septiembre de 1863 (DH 2688): « […] qui […] honestam rectamque vitam agunt, posse, divinae lucis et gratiae operante virtute, aeternam consequi vitam, cum Deus, qui omnium mentes, animos, cogitationes habitusque plane intuetur, scrutatur et noscit, pro summa sua bonitate et clementia minime patiatur, quempiam aeternis puniri suppliciis, qui voluntarie culpae reatum non habeat».
[65] Inocencio III, Carta a Imberto, arzobispo de Arlés, Maiores Ecclesiae causas (DH 780).
[66] Concilio II de Lyon, Profesión de fe de Miguel Paleólogo (DH 858); cf. más arriba la nota 48.
[67] En AAS 43 (1951) 841, cf. la nota 59.
[68] Cf. más arriba 1.6 y más adelante 2.4.
[69] Cf. Ef 1,5.9, «el beneplácito (eudokía) de su voluntad».
70] Cf. Lc 10,12, «y aquel a quien el Hijo se lo quiera (bouletai) revelar».
[71] Cf. 1 Cor 12,11: «distribuyéndolas a cada uno… según su voluntad (bouletai)».
[72] Cf. Mt 23,37.
73] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 307.
[74] DH 623.
[75] DH 624.
[76] Cf. Ireneo, Adv. Haer. I 10,1 (SCh 264, 156).
[77] Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.26,a.1, corpus
78] Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, 5.
[79] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, 14.
[80] Otros testimonios de las creencias judías acerca de la influencia de Adán en los tiempos de Pablo son: 2 Apoc. Bar. 17,3; 23,4; 48,42; 54,15; 4 Esdras 3,7; 7,118: «Oh Adán, ¿qué has hecho? Aunque hayas pecado tú, la caída no ha sido solamente tuya, sino también nuestra, de los que somos tus descendientes».
[81] Cf. Rom 3,81: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» [
82] En la Iglesia occidental la frase griega eph’hô se entendía como una cláusula relativa con un pronombre masculino que se refería a Adán, o un pronombre neutro que se refería al pecado (peccatum) (cf. Vetus Latina y Vulgata, in quo). Inicialmente Agustín aceptó ambas interpretaciones, pero, al caer en la cuenta de que la palabra griega que significaba pecado era femenina (hamartía), optó por la primera interpretación, che indicaba la incorporación de todos los seres humanos en Adán. Agustín fue seguido por muchos teólogos latinos, que decían «sive in Adamo, sive in peccato» o «in Adamo». Esta última interpretación no era conocida en la Iglesia de Oriente antes de Juan Damasceno. Diversos padres griegos entendieron eph’hô como «a causa del cual», o sea, de Adán, «todos han pecado». La frase también ha sido interpretada como una conjunción, y traducida por «puesto que, por el hecho de que», «a condición de que» o «a causa de esto». J. Fitzmyer (Romans [American Bible 33], New York 1992, 413-416) examina once posibles interpretaciones y se inclina por un significado de tipo consecutivo: «Eph’hô significaría por tanto que Pablo expresa un resultado, la consecuencia de la triste influencia de Adán sobre la humanidad a través de la ratificación de su pecado en los pecados de todos los seres humanos» (p. 416).
[83] De nuptiis et concupiscentia II 12,15 (PL 44,450): «Non ego finxi originale peccatum quod catholica fides credet antiquitus».
[84] El Catecismo de la Iglesia Católica 404 habla de «un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales». Y añade: « Por eso, el pecado original es llamado “pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído”, no “cometido”, un estado y no un acto».
[85] Concilio de Trento, Sesión Quinta, Decreto sobre el pecado original (DH 1512).
[86] Catecismo de la Iglesia Católica, 389.
[87] Cipriano, Epistola ad Iubaianum 73,21 (PL 3,1123); cf. también Concilio de Florencia, Bula Cantate Domino (DH 1351): «[La Iglesia] firmemente cree, confiesa y predica que, “nadie que no esté dentro de la Iglesia católica, no sólo paganos”, sino también judíos, herejes y cismáticos pueden ser hechos partícipes de la vida eterna, sino que “irá al fuego eterno “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25,41), a no ser que antes de su muerte se uniere con ella […]. “Y nadie, por más limosnas que hiciere, aunque derramara su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia católica” (Fulgencio de Ruspe, Liber de Fide, ad Petrum liber unus, 38,79 y 39,80)».
[88] Cf. Bonifacio VIII, Bula UnamSanctam: «Porro subesse Romano Pontifici omni humanae creaturae declaramus, dicimus, diffinimus omnino esse de necessitate salutis» (DH 875; cf. DH 1351) ( «Declaramos, afirmamos y definimos que estar sometidos al Romano Pontífice es necesario para la salvación para toda criatura humana»).
[89] Pío IX, Alocución Singulari quaedam (DH 2865, en la introducción).
[90] Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston (DS 3870).
[91] Juan Pablo II, Redemptoris missio, 10.
[92] Policarpo podría ser un testigo indirecto de ello, puesto que declara al procónsul: «Desde hace 86 años sirvo [a Cristo]», en Martyrium Polycarpi 9,3. El martirio de Policarpo se remonta probablemente a los años finales del reinado de Antonino Pío (156-160).
[93] Concilio de Trento, Sesiónquinta, Decreto sobre el pecado original (DH 1514). El canon cita el canon segundo del Concilio de Cartago (418) (DH 223).
[94] A la luz de los textos del Antiguo Testamento que se refieren a la efusión del Espíritu de Dios, la idea principal de Jn 3,5 parece referirse al don del Espíritu de parte de Dios. Si la vida natural se atribuye al hecho de que Dios da el espíritu a los seres humanos, de modo análogo la vida eterna comienza cuando Dios da su Espíritu a los seres humanos. Cf. R. E. Brown, The Gospel according to John (I-XII), The Anchor Bible, vol. 29, New York 1966,140. A propósito de este punto Brown observa: «El motivo bautismal que está entretejido en el texto de toda la escena es secundario: la frase “de agua”, en la que el motivo bautismal se expresa más claramente, puede haber formado parte desde siempre del episodio incluso si originariamente no hacía ninguna referencia específica al bautismo cristiano; también la frase podría haber sido añadida posteriormente a la tradición para poner de relieve el motivo bautismal» (ib. 143). El Señor subraya la necesidad de nacer «de agua y de Espíritu» para entrar en el reino de Dios. En la tradición cristiana esto ha sido visto siempre como una referencia al «sacramento del Bautismo», aunque la lectura “sacramental” es una limitación del significado pneumatológico. Leído de esta manera, nos podemos preguntar si el texto enuncia un principio general sin excepciones. Debemos ser conscientes de esta pequeña diferencia de interpretación.
[95] Tomás de Aquino, Summa Theologiae III q. 68,a. 2, corpus.
[96] Concilio de Trento, Sesión sexta, Decreto sobre la justificación (DH 1524).
[97] Teofilacto, In 1 Tim 2,4 (PG 125,32): Ei pantas antrôpous thelê sôthênai ekeinos, thele kai su, kai mimou ton theon.
[98] Es notable que la editio typica de la encíclica del papa Juan Pablo II, Evangelium vitae, haya sustituido el texto del número 99: «Os daréis cuenta de que nada se ha perdido y podréis pedir perdón también a vuestro hijo, que ahora vive en el Señor» (una formulación que podía prestarse a una interpretación errónea) por este texto definitivo: «Infantem autem vestrum potestis Eidem Patri Eiusque misericordiae cum spe committere»; (cf. AAS 87 [1995] 515), que se traduce así: «Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia».
[99] Juan Crisóstomo, In 1 Tim homil. 7,2 (PG 62,536): Mimou ton Theon. Ei pantas antrôpous thelei sôthênai, eikotôs huper hapantôn dei euchesthai.
[100] Véase más arriba el capítulo 1.
[101] Véase más arriba el capítulo 2.
[102] Y. Congar, Vaste monde ma paroisse. Vérité et dimensions du Salut, Paris 1968,169 : «Un de ceux dont la solution est la plus difficile en synthèse théologique».
[103] Véase más arriba, capítulo 1.5 y 1.6.
[104] Cf. eventos como el Live Aid (1985) y el Live 8 (2005).
[105] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1261
[106] «Cristo ha resucitado de entre los muertos, ha vencido la muerte con su propia muerte, y ha dado la vida a los muertos que estaban en los sepulcros». En la tradición bizantina este verso pascual se canta muchas veces en cada uno de los cuarenta días del tiempo de Pascua. Es por tanto el principal himno pascual.
[107] En todas sus celebraciones y ceremonias la liturgia bizantina alaba el amor misericordioso de Dios: «Porque tú eres un Dios misericordioso y amante de los hombres, nosotros te glorificamos, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos».
[108] Cf. Agustín, De natura et gratia 43,50 (Pl 44,271).
[109] Tomás de Aquino, Summa Theologiae III q. 67,a.7; cf. III 64,3; III 66,6; III 68,2.
[110] Véanse más adelante 3.4 y 3.5.
[111] Cf. Tomás de Aquino, In IV. Sent. Dist. 1, q.2, a.4; q.1 a 2: «In quolibet statu post peccatum fuit aliquod remedium per quod originale peccatum ex virtute passionis Christi tolleretur».
[112] Cf. más arriba la n. 109.
[113] Cf. Agustín, Ep. 102, 2,12 (PL 33,374).
[114] León Magno, In nat. Domini 4,1 (PL 54,203) : «Sacramentum salutis humanae nulla unquam antiquitate cessavit […]. Semper quidam, dilectissimi, diversis modis multisque mensuris humano generi bonitas divina consuluit. Et plurima providentiae suae munera omnibus retro saeculis clementer impertuit».
[115] In IIIam Part. q. 68, a. 11: «Rationabile esse ut divina misericordia provideret homini in quocumque naturali statu de aliquo remedio salutis» (Es razonable que la misericordia divina ofrezca al ser humano, en cualquier estado en que este se encuentre, algún remedio de salvación). Cayetano se refiere a los tiempos de antes de Cristo, cuando existía un tipo de sacramentum naturae, por ejemplo la oferta de un sacrificio, que era la ocasión, pero no la causa, de la gracia. Según su interpretación, los seres humanos antes de Cristo se encontraban «en el tiempo de la ley de la naturaleza» y entendía la situación de los niños sin bautizar de manera similar. Por ello aplicó este principio a favor de la idea del limbo como destino de estos niños. Pero el punto fundamental de su razonamiento, es decir, que en toda época histórica y en toda circunstancia Dios se preocupa de la humanidad y ofrece oportunidades apropiadas para la salvación, es muy importante, y no conduce necesariamente a la conclusión del limbo.
[116] Inocencio III, CartaaImberto, arzobispo de Arlés (DS 780): «Absit enim, ut universi parvuli pereant, quorum quotidie tanta multitudo moritur, quin et ipse misericors Deus, qui neminem vult perire, aliquod remedium procuraverit ad salutem […] Dicimus distinguendum, quod peccatum est duplex: originale scilicet et actuale: originale, quod absque consensu contrahitur, et actuale, quod committitur cum consensu . Originaleigitur, quod sineconsensu contrahitur, sine consensu per vim remittitur sacramenti […]».
[117] Cf. DH 780.
[118] La situación de los niños no bautizados puede ser considerada mediante la analogía con la de los niños bautizados, como se hace aquí. De manera más problemática puede ser tal vez considerada por medio de la analogía con la de los adultos no bautizados; véase más adelante la nota 127.
[119] Los Padres de la Iglesia se complacen en la reflexión acerca de la asunción de parte de Cristo de la humanidad entera; por ejemplo, Ireneo, Adv. Haer. III 19,3 (SCh 211,380); Epideixis 33 (SCh 406,130-131); Hilario de Poitiers, In Mt. 4,8 (SCh 254, 130); 18,6 (SCh 258, 80); Trin. II 24 (CCL 62,60); Tr. Ps. 51,17; 54,9 (CCL 61, 104;146), etc.; Gregorio de Nisa, In Cant. Or. II (Opera, ed. Jaeger VI 61), Adv. Apol. (Opera III/1, 152): Cirilo de alejandría, In Joh. Evang. I 9 (PG 73,161-164); León Magno, Trac. 64,3; 72,2 (CCL 138 A, 392; 442s).
[120] Algunos Padres daban un valor salvífico a la encarnación misma, por ejemplo Cirilo de Alejandría, Comm. in Joh. 5 (PG 73,753).
[121] Véase mas adelante la nota 127.
[122] Catecismo de la Iglesia Católica 389.
[123] Por ejemplo, Agustín, Enarr. in Ps. 70, II 1 (PL 36, 891): «Omnis autem homo Adam; sicut in his qui crediderunt, omnis homo Christus, quia membra sunt Christi». Este texto muestra la dificultad con que se encuentra Agustín para considerar la solidaridad con Cristo tan universal como la solidaridad con Adán. Todos se encuentran en una condición de solidaridad con Adán; solamente aquellos que creen se encuentran en una condición de solidaridad con Cristo. Ireneo es más equilibrado en su doctrina de la recapitulación; cf. Adv. Haer. III 21,10, V 12,3; 15,4; 34,2.
[124] Con la encarnación; cf. Gaudium et spes 22.
[125] Col 1,15; cf. 2 Cor 4,4.
[126] Véase más adelante, 3.4.
[127] Acerca de la posibilidad de un votum por parte del niño, el desarrollo hacia el libre arbitrio podría tal vez concebirse como un desarrollo progresivo, que parte en el primer momento de la existencia y llega hasta la madurez, más que como un repentino salto cualitativo que conduce al ejercicio de una decisión madura y responsable. La existencia del niño en el seno materno es un continuum de crecimiento y de vida humana; no se hace repentinamente humana en un momento dado. De ahí se sigue que los niños podrían ser capaces efectivamente de ejercitar alguna forma de votum rudimentario en analogía con el de los adultos no bautizados. Según algunos teólogos la sonrisa de la madre mediaría el amor de Dios hacia el niño, por lo cual se ha visto en la respuesta del niño a esta sonrisa una respuesta a Dios mismo. Algunos psicólogos y neurólogos modernos están convencidos de que el niño en el seno materno es ya de alguna manera consciente y dispone de una cierta medida de libertad. Cf. V. Frankl, Der unbewusste Gott. Psychotherapie und Religión, München 1973; D. Amen, Healing the Hardware of the Soul, New York 2002.
[128] Cf. más arriba, número 90.
[129] Véase más adelante, 3.5.
[130] Véase más arriba, cap 1.6..
[131] Cf. Y. Congar, Vaste monde ma paroisse, 171.
[132] Cf. Agustín, Primera Carta a Bonifacio, 22,40 (PL 44,570).
[133] Cf. más arriba, nota 94.,
[134] Catecismo de la Iglesia Católica 1261.
[135] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1257
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